Master and Commander
Here
🌟🌟
En esta casa en la que vivo nunca ha vivido nadie más. Bueno, sí: una pareja, por tiempo limitado, que la ocupó cuando yo me mudé por culpa del amor. Tardaron pocos días en descubrir que la casa no se ajustaba a sus necesidades, así que estaba nuevamente disponible cuando al cabo de un par de meses regresé con el rabo entre las piernas: donde siempre ha estado, para mi suerte, pero aquella vez muy tristón y hasta humillado.
(Iba a decir que regresó con la lección aprendida, pero el hombre, y su miniyó, son los únicos animales que tropiezan dos veces -y las que hagan falta- con la misma piedra del camino).
Mal lo tendría, pues, Robert Zemeckis, si quisiera rodar aquí una película como “Here”. En esta casa no hay fantasmas de las Navidades pasadas rondando por el salón, a no ser los que vivieron conmigo en carne y hueso y ahora son presencias energéticas que se desvanecen sólo por la noche. Por ahí ronda el hijo que voló del nido, y las ex amantes, y los dos compañeros de piso que se murieron del mismo mal... Amigos que vinieron a ver partidos del Madrid y fontaneros que vinieron a desatascar alguna tubería. En el salón de mi casa hubo polvos del siglo y llantos de incomprensión; mucho snooker en Eurosport y discusiones telefónicas que prefiero no recordar. Mucha comida y siestas rotundas. Películas maravillosas y películas ridículas como “Here”.
Porque “Here” es eso: una ridiculez, un monumento a la ñoñería. Un “experimento sociológico” que consiste en imaginar la vida que habrían llevado Forrest Gump y Jenny Curran si él no hubiera sido una persona con capacidades diferentes en un entorno socioeducativo poco inclusivo, y ella, bellísima, pero más bien imbécil, no hubiera tropezado cien veces con los machos más indeseables del ecosistema.
Zemeckis quiere imaginarlos así, normales, funcionales, americanos puros de extrarradio, y para no aburrirnos demasiado salpica sus arrumacos y sus mierdas con flashbacks de las parejas que habitaron la misma casa y también soñaron con los polvos de la felicidad y la esperanza de una muerte lejana y poco dolorosa.
Mi tío Frank
🌟🌟🌟🌟
Hay que escribir sobre lo que uno conoce y ha vivido. Y sigue
viviendo. Lo decía el otro día un personaje de “Mank” y tiene toda la razón. Si
no escribes desde la tripa de la memoria, desde la amígdala de lo cotidiano, se
nota la impostura. El falsete. Luego, sino quieres caer en la mera
autobiografía, están los recursos del fabulador para quitar y poner, subrayar y
desdibujar, exagerar y mentir... Que el relato salga propio pero literario. Lo
universal siempre es algo particular que está bien contado. El plasta es un
plasta porque no es capaz de trascender el bucle de su rollo. Eso, la
trascendencia de lo personal, de la paja mental, de la obsesión intransferible,
es lo que logran los escritores de las novelas y los guionistas de las
películas.
Es obvio que Alan Ball cuenta algo muy personal en “Mi tío
Frank”. Algún incidente de su propia homosexualidad chocando con la incomprensión
de la familia, de la América Profunda, de los gañanes de la Biblia temerosos de
Dios. O quizá -porque la edad de Alan Ball y la edad del tío Frank no cuadran-
la historia de alguien muy próximo, tal vez un amante, o un pariente que vivió
ese desprecio medieval, ese escupitajo inquisitorial. Da lo mismo. Podría buscarlo
por internet, a ver si en alguna entrevista se desliza el dato, pero prefiero
dejarlo así. Lo que importa es que a Alan Ball se le ve la tripa, se le escapa
la lágrima, se le nota el pulso temblón en alguna escena. Y eso es lo que a uno
le conmueve.
Aunque parezca que no viene al caso, he estado toda la
película acordándome de Ignatius Farray, porque él sostiene que si hubiera
pertenecido a una minoría racial, sexual o discapacitada, le habría ido mucho
mejor en su arte de la comedia. Porque material nunca le hubiera faltado, y
mala baba para ridiculizar al intolerante, tampoco. Él, para paliar un poco ese
déficit, se inventó lo de que era “un tinerfeño divorciado miope”, que es una
minoría algo forzada, insustancial, pero minoritaria de cojones. Yo, por mi parte,
me declaro muy rojo, pero del Madrid, que no creo que haya muchos por ahí. Y
divorciado miope también.
Vengadores: Infinity War
El otro día, en un foro de internet que suele hablar del amor y de las flores, regresaron las teorías conspiratorias sobre el origen de esta pandemia. Como avispas retornadas... El consenso general en Speaker’s Corner es que algún gobierno canalla ha soltado el virus para exterminarnos, así, en plural, a tomar por el culo todos, que uno se pregunta que harían los gobiernos sin nosotros, el pueblo llano: echar el cierre, quitarse las corbatas y ponerse a plantar lechugas, digo yo. Y agacharse a recogerlas, claro, que es lo más jodido, sin parias que estén dispuestos a cobrar la mitad de lo que cobrarías tú por el trabajo, para que en la próxima lechuga te propongan un nuevo contrato y agaches la cabeza, resignado. No nos aman, pero no pueden vivir sin nosotros.
Han Solo: Una historia de Star Wars
Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi.





