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Amor ciego

🌟🌟🌟


La belleza interior está sobrevalorada. Nadie se fija en ella. Nadie va por ahí sondeando la belleza de las almas ni leyendo los perfiles en las apps En el amor te lo juegas todo a una sonrisa, a unos ojazos, a un escote, a un hoyuelo en la barbilla.... A un cuerpo estilizado. Seguimos siendo monos que primero miran y luego ya lanzan una pregunta.

La belleza interior cobra valor cuando no queda otro remedio: cuando comprendes -a veces muy pronto, a veces demasiado tarde- que la belleza exterior no te admite en su club de privilegiados. Es entonces cuando descubres que había un sol que brillaba dentro de ti, y quizá, también, por analogía, en el interior de los otros desgraciados. Es mejor eso que ponerse a llorar, desde luego. 

La belleza interior es un mecanismo de defensa. Un instinto de supervivencia. Un relato. Expulsados del Paraíso del Fenotipo, los feos soñamos con crear un sistema binario de soles eclipsados que bailan en el cielo.

El tío Friedrich estaría conmigo en que la belleza interior es el pan de los pobres y la resignación de los desheredados. Un premio de consolación. Una zarandaja de Walt Disney. La belleza interior la hemos creado los feos para darnos a valer. La belleza interior es otro opio del pueblo. Una droga muy dura para huir de la realidad. Un refutación lisérgica de lo que descubres ante el espejo. Un autoengaño. Una terapia. Un arranque del orgullo.

Es más: yo estaría por asegurar que la belleza interior ni siquiera existe. La belleza exterior, digan lo que digan, no admite duda: te quita el hipo o te deja turulato. Llega como un mazazo y existen amplios consensos sobre ella. Pero la otra belleza... Todos decimos que somos bellos por dentro y eso tampoco puede ser. Lo que es de todos no es de nadie y carece de valor. 





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Dos tontos muy tontos

🌟🌟🌟🌟


Los dos tontos de la versión original no parecen tan tontos como en la versión doblada al castellano. Aquí, no sé por qué, les han redoblado una tontuna que ya demostraban de sobra por las pintas y por el comportamiento inadaptado. Es un recurso gracioso, sí, pero fallido, que además no se corresponde con la intención inicial de los hermanos Farrelly, que más bien se reían -o se reían “con”- de un par de gilipollas estrafalarios.

La misma palabra “tonto” ya ha quedado proscrita y arrumbada. Si alguien, ya adentrados en el siglo XXI, se atreviera a rodar un remake de “Dos tontos muy tontos” tendría, para empezar, que titularlo “Dos personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos muy personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos”. Puro veneno para la taquilla... 

Además, a Jim Carrey y a Jeff Daniels habría que ponerles a jugar al baloncesto, y proponerles un objetivo de superación personal que no fuera dilapidar billetes de cien ni cepillarse a las pelirrojas del lugar. Y obligarles, en la aventura, en la road movie por las Américas o por las Españas, a ser buenas personas que nunca hacen gamberradas ni tienen pensamientos que mancillen el Sexto Mandamiento. Así los quería el Señor y así los quiere ahora la sociedad evolucionada: ángeles del alma inmaculada siempre risueños y predispuestos. Un melodrama de Netflix conservador y afeitado, pero ya nunca jamás una cafrada divertidísima rodada por los hermanos Farrelly.

Por lo demás, “Dos tontos muy tontos” nos deja el recordatorio de que todos los hombres, tontos o listos, nos convertimos en imbéciles cuando se trata de obtener el favor de una mujer. La berrea nos iguala a todos. Nos vuelve ridículos y exagerados; exhibicionistas y ruidosos. Mentirosos compulsivos, también, que era otra película de Jim Carrey.




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Algo pasa con Mary

🌟🌟🌟🌟🌟

Los hombres guapos no necesitan hacer el ridículo para conquistar a las mujeres. No corren el peligro de tartamudear como bobos o de pegarse un barrigazo saltando desde el trampolín. Les basta con hacer acto de presencia y sonreír con esa confianza que dan los éxitos anteriores. En eso gozan del mismo privilegio que ellas, las mujeres hermosas, que sólo tienen que exponerse para que los hombres se vuelvan turulatos y las tiñosas se mueran de la envidia. 

Fuera de esa casta privilegiada hay que buscarse las habichuelas corriendo serio peligro de caer en la estupidez. Cuando una mujer como Mary -qué digo, remotamente parecida a Mary- nos roba el corazón y nos perturba el pensamiento, nuestros cuerpos alejados del canon, y nuestros jetos alejados de Hollywood, nos obligan a tirar de la poesía y del sentido del humor. Del rollo intelectual... De la escritura en Instagram. De todo eso que llaman la “belleza interior”. La sapiosexualidad y el deslumbramiento del espíritu. Todas esas gilipolleces...

Hay hombres, sin embargo, que para no sufrir estas humillaciones están dispuestos a comprar cualquier filosofía que considere la belleza física como un valor superficial. Son como aquel zorro de la fábula que despreciaba las uvas que no podía alcanzar. Pero así es como se sienten especiales y únicos, superiores incluso a los guapos, y nunca les alcanza el desaliento ni la depresión. Cada uno se salva como puede.

Las mujeres como Mary gozan de la ventaja evolutiva de poder elegir compañero de apareamiento. O compañera. Les basta con mover el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Pero por otro lado -porque no hay especie que no tenga su rémora o su parásito- tienen que armarse de paciencia para rechazar a esos mentecatos que se creen dignos de su atención y de su desnudo. En “Algo pasa con Mary” estos tipos no dejan de ser unos merluzos entrañables. Pero apenas les separa un exceso para ser unos perturbados peligrosos. Los cavernícolas nos reímos mucho con la película pero somos conscientes de este equilibrio tan delicado. 




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Green Book

🌟🌟🌟🌟

Los orientales dicen que el camino más largo siempre empieza con un primer paso. La amistad, por ejemplo, es un largo recorrido que suele comenzar con una charla trivial sobre el fútbol del domingo o sobre el último estreno en las plataformas. También sirve una conversación sobre la música de Little Richard o sobre el pollo frito al estilo Kentucky, dos temas tan bobos como cualquiera que en “Greenbook” sirven para romper los prejuicios raciales entre Tony Lip y el Dr. Shirley. 

El amor eterno, sin embargo, ya viene prefabricado. Se compra al contado y no en cómodos plazos. El amor es un instinto animal que está visto para sentencia mucho antes de que los amantes pronuncien la primera palabra, a no ser que uno de ellos, deshecho el misterio de su voz, se declare terraplanista o negacionista del Holocausto, o diga que la Quironesa es una heroína de la libertad perseguida por los rojos. Hay cosas, digan lo que digan, destrempan a cualquiera. 

La cháchara, en el amor verdadero, sólo es rito antropológico y costumbre cultural. Los amores se construyen con la mirada y con las tripas, y nada más. El lenguaje sólo es necesario para concertar la próxima cita o pedir pan en el restaurante. En el amor ideal, el lenguaje seria un elemento prescindible e incluso dañino. Mal vamos si tenemos que tirar de la poesía o de la oratoria. A donde no llega el puro deseo o el entendimiento sin palabras, el lenguaje sólo puede aportar enredo y confusión.

Es por eso que las películas sobre la amistad, como “Green Book”, necesitan ser habladas para ser entendidas. Porque en lo que se dice, y en cómo se dice, está la madre del cordero. Las películas románticas, en cambio, podrían haberse quedado en el cine mudo y las entenderíamos de igual modo, y a veces, incluso, mejor.






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Yo, yo mismo e Irene

🌟🌟🌟🌟🌟


“Yo, yo mismo e Irene” ha sido la entrada más leída durante diez años en este blog carente de lectores. Desde que publiqué la versión original, allá por 2015, rápidamente escaló posiciones y se convirtió en la niña mimada de las estadísticas. Hoy que he vuelto a ver la película he releído su contenido y he quedado... horrorizado. Antes de borrar el texto para siempre y de sustituirlo por esta confesión con penitencia incluida, he comprendido al fin mi destierro a los mundos muy fríos y poco transitados. El sospechoso y sempiterno silencio de los visitantes.

Ahora sé que el navegante que caía aquí por casualidad buscaba la entrada más vista para hacerse una idea general y salía espantado al constatar la nula profundidad de mis análisis y la verborrea supuestamente chistosa que en realidad no es más que adolescencia retardada. Un poco lo mismo que hago ahora, la verdad, pero por entonces mucho peor escrito, más descarado para mal, grosero y directo como una película de los hermanos Farrelly. Una película,  por ejemplo, como “Yo, yo mismo e Irene”, que he vuelto a disfrutar en la intimidad más profunda de mi soledad para que nadie se entere de las imperfecciones más imperfectas de mi alma. 

Leyendo aquella entrada que parecía mi estandarte y sin embargo era mi perdición, he recordado que fue justo entonces cuando presenté en sociedad a Max, mi antropoide interior, ese australopiteco que vive instalado en mis tripas como Leon vive instalado en la casa de Larry David en “Curb your enthusiasm”. Max, como Leon, como el Hank que se apodera de la personalidad de Charlie,  sólo vive pendiente de la belleza de las mujeres y fantasea mundos imaginarios donde las conquista.  

En esa entrada inaugural, Max vivía enamorado hasta los sobacos de  Renée Zellweger y yo, para tenerle contento y que no diera mucho la barrila, le dediqué a su musa más de media entrada alabando su cabello de trigo y sus pómulos de lapona. Un poco como sigo haciendo ahora, a veces, pero a lo burro, a lo Farrelly, sin tacto ni delicadeza, para que se rían cuatro gatos -o ni eso- y se espanten todas las mujeres que buscan la sensibilidad. Ay. 




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Matrimonio compulsivo

🌟🌟

En Matrimonio compulsivo los hermanos Farrelly se nos han vuelto blanditos y muy ñoños. Debe de ser el otoño de la edad, o la responsabilidad de las canas. Los personajes de la pelicula siguen mostrando las tetas, sacándose los mocos, comentando las idiosincrasias cansinas de sus aparatos reproductores. Después de cada tregua, los Farrelly disparan la artillería escatológica que triunfa entre los adolescentes y los adultos desnortados. Pero en Matrimonio compulsivo, para nuestro estupor, para nuestro enfado, el fondo del asunto se ha vuelto romántico y trascendente. Tontaina, diría yo. Esto ya no es cine para neuronas descarriadas, ni para cuarentones inmaduros, sino para adultos con muy mal gusto.


     A los cerdícolas del ancho mundo, las películas de los Farrelly nos gustaban no sólo por los chistes guarros, sino porque además, por debajo de las chorradas, del semen utilizado como fijador, o del consolador esgrimido como porra, comulgábamos con la filosofía que animaba los guiones: que la gente es estúpida, y el amor una ridiculez. Sus personajes buscaban el amor como quien busca rascarse un grano, o desfogar un grito. Un imperativo orgánico que sólo el arte -la literatura, el cine, la música de los bardos- ha convertido en un asunto cuasi espiritual, cuasi divino, como si fuera el alma inexistente, y no el cromosoma cotidiano, quien se afanara en el asunto. Nos descojonábamos con los Farrelly porque nos reconocíamos en las cuitas de sus hombres obcecados. Cuando uno está enamorado se cree investido de un aura, de una espiritualidad, porque las drogas del cerebro trabajan a destajo para mantener el hechizo. Las películas de los Farrelly, cuando topábamos con ellas, servían para devolvernos a la biología mundana, a la realidad cruda del primate deseoso. Por supuesto que hay que emparejarse, y follar, y cuidar mucho de nuestra pareja, venían a decir los Farrelly, pero vamos a discutirlo en el barro, en la acera, en la visión desnuda ante el espejo. No en una comedia romántica como esta tontería de Matrimonio compulsivo, donde el amor -y quién no se enamoraría de Michelle Monaghan- vuelve a ser un algo etéreo, inaprensible, quizá metafísico como un cuento de hadas. 




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