Mostrando entradas con la etiqueta Mahershala Ali. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mahershala Ali. Mostrar todas las entradas

Green Book

🌟🌟🌟🌟

Los orientales dicen que el camino más largo siempre empieza con un primer paso. La amistad, por ejemplo, es un largo recorrido que suele comenzar con una charla trivial sobre el fútbol del domingo o sobre el último estreno en las plataformas. También sirve una conversación sobre la música de Little Richard o sobre el pollo frito al estilo Kentucky, dos temas tan bobos como cualquiera que en “Greenbook” sirven para romper los prejuicios raciales entre Tony Lip y el Dr. Shirley. 

El amor eterno, sin embargo, ya viene prefabricado. Se compra al contado y no en cómodos plazos. El amor es un instinto animal que está visto para sentencia mucho antes de que los amantes pronuncien la primera palabra, a no ser que uno de ellos, deshecho el misterio de su voz, se declare terraplanista o negacionista del Holocausto, o diga que la Quironesa es una heroína de la libertad perseguida por los rojos. Hay cosas, digan lo que digan, destrempan a cualquiera. 

La cháchara, en el amor verdadero, sólo es rito antropológico y costumbre cultural. Los amores se construyen con la mirada y con las tripas, y nada más. El lenguaje sólo es necesario para concertar la próxima cita o pedir pan en el restaurante. En el amor ideal, el lenguaje seria un elemento prescindible e incluso dañino. Mal vamos si tenemos que tirar de la poesía o de la oratoria. A donde no llega el puro deseo o el entendimiento sin palabras, el lenguaje sólo puede aportar enredo y confusión.

Es por eso que las películas sobre la amistad, como “Green Book”, necesitan ser habladas para ser entendidas. Porque en lo que se dice, y en cómo se dice, está la madre del cordero. Las películas románticas, en cambio, podrían haberse quedado en el cine mudo y las entenderíamos de igual modo, y a veces, incluso, mejor.






Leer más...

El curioso caso de Benjamin Button

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro de unos cuantos eones, cuando la materia oscura alcance la masa predicha en las ecuaciones, el universo detendrá su expansión y empezará a contraerse, impelido por la gravedad. Las galaxias se aproximarán y la flecha del tiempo emprenderá el camino de regreso, como rebotada en una goma. Las agujas de los relojes girarán en sentido contrario, y los dígitos iniciarán el "final countdown" que cantaban aquellos melenudos de Europe. Tanto dar la matraca y mira: no iban desencaminados.

    Después del Big Crunch, las consecuencias precederán a las causas, y la mierda nos entrará por el culo. Será gol cuando se inicie la jugada, y será viernes cuando comience la semana laboral. Los amores nacerán cuando nos bloqueemos en WhatsApp, y terminarán justo cuando nos demos el primer beso. Cuando el calendario invertido alcance el día de nuestra muerte, nos levantaremos de la tumba, o nos reharemos de nuestras cenizas, y resucitaremos como estaba prometido en las Escrituras. Transitaremos, como Benjamin Button, de la vejez hacia la infancia, y moriremos, sonrosaditos y tiernos, en el vientre de nuestra madre. La conciencia de estar vivos -lo poco que quede de ella- se extinguirá cuando el zigoto se escinda en dos gametos, rompiendo nuestro yo.

    Así será nuestra segunda vida, nuestra resurrección de la carne, y todos seremos un poco como Benjamin Button, que ahora nos parece un personaje de fantasía, el curioso caso que desafió las leyes de la naturaleza. Si los astrofísicos no se equivocan, trece mil millones de años después de nuestra muerte invertida el universo se contraerá hasta un punto de dimensiones ridículas, y se producirá otro Big Bang que devolverá las cosas a su curso normal. Y así, en este juego pendular, después de otros trece mil millones de años, yo volveré a estar aquí, en el sofá, en el eterno retorno de Nietzsche, viendo por enésima vez “El curioso caso de Benjamin Button”, disimulando las lágrimas de contento. Porque sabré, o intuiré, que el amor de Benjamin y Daisy, aunque trágico, es eterno y nunca morirá. Como todos los amores, los de usted y los míos. Y que la espera, tan larga, habrá merecido la pena.  



Leer más...

True Detective. Temporada 3

🌟🌟🌟

La Terrorífica Trinidad de nuestra infancia la conformaban el Coco, el Sacamantecas y el Hombre del Saco. Tres hijos de puta -el primero fantasmagórico, los otros dos al parecer de carne y hueso- que rondaban las calles para secuestrar a los niños que no regresaban a casa cuando anochecía. Nuestras madres -que no daban abasto en un tiempo sin lavadoras automáticas ni microondas en la encimera- no tenían que asomarse a las ventanas para gritarnos que ya eran las seis y media, en invierno, o las nueve, en verano. Nosotros mismos, acojonados, llamábamos al portal nada más ponerse el sol tras la última loma, como si viviéramos en Transilvania y los vampiros surgieran automáticamente de las alcantarillas.

    El Coco era un fantasma que llevaba por cabeza una calabaza, o un coco propiamente dicho, y aunque su aspecto tenía que ser para cagarse por las patas abajo, si aparecía de sopetón, era, en principio, el más inofensivo de la trinidad. Decían de él que sólo hacía uuuh, tendía las manos y te dejaba como mal mayor la temblequera en el cuerpo. Los verdaderamente peligrosos eran los otros dos, los que podrían haber salido en una temporada de cualquiera de True Detective. Una versión a la española, con niños perdidos  en los páramos de Castilla, o en las nieblas de Galicia, y dos detectives autonómicos, o picoletos, de gomina en el pelo y palillo en la boca, siguiendo su rastro en un Seat 131 mientras filosofan sobre la liga de fútbol o sobre la transición a la democracia. Que se las tengan tiesas, de vez en cuando, con un reportero de El Caso que vaya publicando las migajas de la investigación.

    El Sacamantecas, al parecer, fabricaba jabones para las familias más ricas de la ciudad, que apreciaban mucho el tacto de las grasas arrabaleras, y el Hombre del Saco, a falta de más información, te introducía en el saco para llevarte a esos mismos pisos de lujo con fines ambiguos que nuestros padres jamás nos aclararon, y que nosotros -pardillos de otra época, desinformados del intríngulís humano- jamás imaginamos que pudieran ser de motivación sexual. No hubiéramos entendido nada, y nos hubiéramos partido de la risa, además. "¿Un viejo que me quiere tocar el pito'? ¡Ja, ja, já...!" Eran, decididamente, otros tiempos.




Leer más...

Moonlight

🌟🌟🌟🌟

Nacer negro, pobre y gay en Estados Unidos es el colmo de los colmos. Como en aquel chiste que nos sabíamos de pequeños, el de un desgraciado cuyo colmo era haber nacido en Estocolmo ya no recuerdo muy bien por qué, que ya ves tú, qué gilipollez, ganas de meterse con los suecos ahora que sabemos cómo son de abiertos y de diligentes, los jodidos rubios. Porque si naces negro, pobre y gay en Escandinavia, es como si nacieras blanco, rico y heterosexual, o casi, que allí a los negros sólo les miran mal cuatro tarados, y el Estado se encarga de que la pobreza sólo dure hasta que llega el primer chequebebé, y la supuesta vergüenza de ser homosexual ya es una cosa que da mucho la risa y sólo asusta a las viejas que nunca salen en las novelas de Stieg Larsson.



    Pero si naces con la triple condición que tiene el muchacho Chiron en Moonlight, allá en los suburbios de Miami, y además tienes una madre adicta al crack, y un padre que anda perdido por el mundo, y unos compañeros de colegio que son unos cabrones, y encima viene Donald Trump a vestirse de Caballero Justiciero enviado por Yahvé para acabar con las razas inferiores y los desviados de la sexualidad, entonces, digo, en ese contexto trágico de los norteamericanos, sólo te quedan dos opciones en la vida: o hundirte en la miseria hasta que el cuerpo aguante, y la mente se quiebre, y sólo las drogas puedan ayudarte a sobrellevar la humillación de cada día, o una mala tarde de las que tiene cualquiera, tras recibir la primera paliza que te desfigura el rostro, metes la cabeza en el agua helada, transfiguras las facciones en un gesto muy fiero de rabia, y juras, como juró Scarlett O'Hara recortada contra el crepúsculo, que jamás volverás a pasar hambre, hambre de orgullo, y que vas a convertirte en el macarra más temido de los contornos para que nadie vuelva a tocarte ni un solo pelo.

    Sólo los pelos del amor, claro, los más íntimos, cuando el pasado llame a tu puerta y el gesto hosco de traficante diurno y proxeneta nocturno se transmute en el  trance sentimental de quien sólo buscaba un poco de cariño.

Leer más...