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Batman

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Aún recuerdo la matraca que nos dieron con el “Batdance” de Prince para promocionar el “Batman” de Tim Burton. La canción de Prince sonaba a todas horas en “Los 40 Principales” de los chavales, pero yo nunca me cansaba de escucharla. A mí me gustaba la canción, o lo que fuera. Yo era tan rarito que llegué a comprar la banda sonora de la película meses antes del estreno. Mis amigos ya se habían pasado al rockabilly o al pop británico y me habían dejado muy solo con mis gustos frankenstenianos: un amasijo de órganos donde compartían sangre Prince y Javier Krahe, Supertramp y Golpes Bajos, Beethoven y Radio Futura, Ana Belén y su marido Víctor Manuel.

La sorpresa llegó cuando fuimos al cine y la canción de Prince no sonó por ningún lado. Sonaron otras, pero ésa no. Ni siquiera en los títulos de crédito finales, que yo me tragué por entero ante la impaciencia del acomodador. Porque aún había acomodadores por entonces en los cines de León, Estoy hablando de 1989, que fue aquel año del Cuaternario en el que cayó el Muro de Berlín, la Quinta del Buitre ganó su cuarta liga consecutiva y Kim Basinger cobró mil millones de dólares por hacer de mujer florero en esta gran superproducción. Supongo que una cosa fue por la otra: “Batdance” no sonó pero Kim Basinger salió más guapa que nunca. Entonces no sabíamos que esto se llama “cosificar” y que está muy mal visto dentro de la progresía. 

Pero nosotros, en la penúltima inocencia de la infancia, no habíamos ido al cine a ver a Kim Basinger, sino a ver a Batman, que era nuestro ídolo nocturno de los cómics. Esperábamos ver un Batman como aquel que dibujaba Frank Miller y nos encontramos con un señor casi cuarentón que tenía entradas en el pelo y no tenía ni media hostia cuando se peleaba con los malotes. El Joker de Jack Nicholson se lo comía con patatas en todas las escenas. De hecho salía más y quedaba mucho más resultón.

Aquel Batman de Tim Burton fue como el primer beso o como el primer polvo: tan esperado como decepcionante. Yo le juré odio eterno a ese mequetrefe que lo encarnaba, pero luego, con el tiempo, nos hemos ido reconciliando.




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Sign "o" the Times

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De niño, en mi casa, a pesar de que lo recomendaban nueve de cada diez dentistas en la tele, nunca comprábamos Colgate porque era más caro que otras marcas del badulaque. Pero el slogan era cojonudo, desde luego, y se quedó en el habla popular porque encierra una gran verdad: que el mundo no se divide en mitades cuando hablamos de gustos y preferencias -estos lo uno, y aquellos lo otro- sino en un 90 por ciento de adeptos y un 10 de renegados, o viceversa.

De chaval -que es cuando yo empecé a escuchar la música de Prince con el Purple Rain sonando en Los 40 Principales-, nueve de cada diez escolares éramos del Madrid y sólo uno del Barça, el bicho raro que hablaba catalán en la intimidad. Nueve de cada diez críos preferíamos el balón a la lectura, el chorizo a la verdura, los juegos de hostias a los juegos de mesa. Poco después, ya entrados en la adolescencia, nueve de cada diez amigos nos decantamos por las mujeres, y entre ellos, nueve de cada diez por las que eran rubias o pelirrojas. Nueve de cada diez socios del videoclub del barrio -antes de evolucionar como personas- preferíamos las películas de Rambo a las comedias de Billy Wilder. Es muy grave, lo sé...  

Yo, no sé cómo, supongo que por seguidismo social, o por simpleza mental, siempre me las apañaba para estar en el 90% de los adeptos a cualquier cosa. Justo al revés que ahora, que voy a la contra de casi todo. Yo sólo me quedaba en minoría defendiendo a Prince -que luego fue el artista antes conocido como Prince-, enfrentándome al rodillo parlamentario de los que trataban a Michael Jackson como a un rey. Pero al final teníamos razón: la música de Prince iba treinta años por delante, y ahora estamos recogiendo la cosecha. Prince no era un bailarín como el señor Jackson, pero era un verdadero saltimbanqui sobre el escenario. Y un genio musical. Un sobreexcitado en todos los sentidos: en el muscular, porque no paraba, y en el instrumental, porque lo tocaba todo, y en el sexual, porque sus letras, a veces, eran de un porno soft que rompía la monotonía del “te quiero” y del “me dejaste”... Y a mí, las indecencias, tocadas a ritmo de funky-rock, me turulaban las entrañas. ¿He dicho Purple Rain? No. La canción perfecta se titula Kiss. No sale en el concierto de Sign “o” the Times, pero da igual. Salen otras cojonudas.



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Purple Rain

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Prince, que iba veinte años por delante con su música, se nos murió veinte años por detrás. Se pasó con las ingestas, como tantos otros, y nos dejó con el gesto de tristeza y la nostalgia de la adolescencia. Qué manía tienen estos genios de morirse antes de tiempo... Las personas improductivas caminamos con más cuidado hacia la muerte, más o menos rectilíneos por las carreteras, pero los genios siguen trayectorias perpendiculares, cruzadas, más bien locas, como los  gatos trastornados. Y así, sin respetar tránsitos ni señales, van dando tumbos contra los arcenes, y contra los guardarraíles. Y algunos, como Prince, se quedan en el camino. O como el artista anteriormente conocido como Prince, que ya no sé muy bien por dónde andábamos, la verdad sea dicha...


    Purple Rain -y con esto no descubro gran cosa- ni siquiera es una película. Es un vehículo de promoción. Un videoclip alargado. Un autobombo que la Warner Bros. le sufragó a Prince para luego vender discos como churros.  O cintas de casete, como la que yo tenía en mi adolescencia de León, tan lejos de los contoneos lúbricos y de las propuestas sexuales. El guión de Purple Rain es de vergüenza ajena. Prince no es un actor. Y los que pululan a su alrededor, salvo la guapísima Apollonia Kotero, dicen en el making off que tampoco. Purple Rain es un despropósito general y lamentable. Risible, en algunos momentos. Sólo cuando Prince ataca The beautiful ones siento que me embarga la emoción, porque esa canción la sentía muy mía en los calabazares de Léon, cuando me enamoraba perdidamente y la chavala respondía que tenía mejores candidatos... Pero es poco, muy poco, The beautiful ones, para soportar tanta tontería. Tanta complacencia en el propio y minúsculo ombligo de Prince, que aquí se agiganta hasta ocupar el volumen completo del sistema solar.

     Pero al fin, allá por la hora y veinte de metraje, llega Purple Rain, la canción, y todos los pecados del Prince actor - o lo que sea- quedan perdonados. Ego te absolvo, hijo mío, porque Purple Rain se convierte en un remanso del espíritu. Una balada desgarradora que habla de ese limbo indefinible entre el amor y el desamor, entre el vete y el ven, entre quiero acostarme contigo y ojalá no te hubiera conocido. Nadie ha sabido explicar todavía si la lluvia púrpura era un reflejo de los neones o una guarrada de la mente calenturienta.



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