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Batman vuelve

🌟🌟🌟

Si me hubieran preguntado ayer mismo por el momento más erótico del cine de los años 90, hubiera respondido sin dudar que el descruce de piernas de Sharon Stone en “Instinto básico”. Otros, los más raritos, habrían mencionado, yo qué sé, una escena tórrida en una película perdida de Abbas Kiarostami, pero en provincias, donde el mainstream forma parte de nuestra cultura ancestral, el potorro jamás visto de Sharon Stone -porque nunca se vio en realidad y se jodieron muchos VHS tratando de capturarlo- ocupa el número 1 en el hit parade de nuestra indecencia. 

O mejor dicho, ocupaba, porque hoy, viendo “Batman vuelve”, he recobrado el beso húmedo de Catwoman sobre el Batman derrotado y se ha encendido una bombilla de varios amperios donde hacía muchos días que no se registraba actividad eléctrica por culpa de la caló. Ha sido el primer brote verde del otoño. Michelle Pfeiffer enfundada en cuero negro ha fundido varios plomos de mi memoria desmemoriada. La recordaba, claro que sí, pero no así, y no para tanto. 

Su felino personaje es lo más rescatable de una película que tiene pocas cosas que rescatar. ¿He dicho película? Más bien una astracanada tan alejada de los cómics que parece la adaptación grotesca de un cuento para niños. Batman ya no tiene ni la media hostia de la película original y Christopher Walken -que es un santo muy adorado por estas tierras- va haciendo un ridículo espantoso que luego le fue perdonado por nuestro Señor misericordioso. 

El único personaje que iguala las prestaciones de Catwoman es el Pingüino. Hace poco vi la serie de Netflix y se me fue el gas de la risa cuando descubrí que era una parodia de nuestro Jesús Gil perdido por Gotham City. Pero este Pingüino al que da vida y mala baba Danny DeVito es otra cosa: es un personaje nauseabundo y entrañable. Un peluchín asqueroso. Un psicópata benefactor que tiene como objetivo político revertir el cambio climático para que empiece una gran glaciación como aquella de nuestra infancia. Es un cabronazo, sí, pero yo le votaría. “¡El hielo es la civilización!”, gritaba Harrison Ford en “La costa de los mosquitos”.



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Batman

🌟🌟🌟🌟


Aún recuerdo la matraca que nos dieron con el “Batdance” de Prince para promocionar el “Batman” de Tim Burton. La canción de Prince sonaba a todas horas en “Los 40 Principales” de los chavales, pero yo nunca me cansaba de escucharla. A mí me gustaba la canción, o lo que fuera. Yo era tan rarito que llegué a comprar la banda sonora de la película meses antes del estreno. Mis amigos ya se habían pasado al rockabilly o al pop británico y me habían dejado muy solo con mis gustos frankenstenianos: un amasijo de órganos donde compartían sangre Prince y Javier Krahe, Supertramp y Golpes Bajos, Beethoven y Radio Futura, Ana Belén y su marido Víctor Manuel.

La sorpresa llegó cuando fuimos al cine y la canción de Prince no sonó por ningún lado. Sonaron otras, pero ésa no. Ni siquiera en los títulos de crédito finales, que yo me tragué por entero ante la impaciencia del acomodador. Porque aún había acomodadores por entonces en los cines de León, Estoy hablando de 1989, que fue aquel año del Cuaternario en el que cayó el Muro de Berlín, la Quinta del Buitre ganó su cuarta liga consecutiva y Kim Basinger cobró mil millones de dólares por hacer de mujer florero en esta gran superproducción. Supongo que una cosa fue por la otra: “Batdance” no sonó pero Kim Basinger salió más guapa que nunca. Entonces no sabíamos que esto se llama “cosificar” y que está muy mal visto dentro de la progresía. 

Pero nosotros, en la penúltima inocencia de la infancia, no habíamos ido al cine a ver a Kim Basinger, sino a ver a Batman, que era nuestro ídolo nocturno de los cómics. Esperábamos ver un Batman como aquel que dibujaba Frank Miller y nos encontramos con un señor casi cuarentón que tenía entradas en el pelo y no tenía ni media hostia cuando se peleaba con los malotes. El Joker de Jack Nicholson se lo comía con patatas en todas las escenas. De hecho salía más y quedaba mucho más resultón.

Aquel Batman de Tim Burton fue como el primer beso o como el primer polvo: tan esperado como decepcionante. Yo le juré odio eterno a ese mequetrefe que lo encarnaba, pero luego, con el tiempo, nos hemos ido reconciliando.




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Bitelchús

🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que cuenta Tim Burton en Bitelchús, morirse significa quedarse en casita para siempre, tan ricamente. Que es lo mismo, por cierto, que contaba Alejandro Amenábar en Los Otros. De ser así, es muy posible que yo ya esté muerto, porque pasan los días del otoño y apenas piso la calle, sólo para ganar el sueldo, y comprar el pan en la tienda. Hay otras salidas, por supuesto, pero creo que las sueño, o que las protagoniza un tipo que se me parece mucho. Ese hombre que sale a caminar por los montes o se toma unas cañas con el amiguete no soy yo, sino mi cuerpo astral, que es un ácrata de mucho cuidado, y siempre hace lo que le da la gana. Mientras él se aventura entre la flora y fauna de la comarca, yo quedo des-fallecido en el sofá, o fallecido del todo, que ya no sé. Tal vez nunca regresé de aquella hostia que me pegué con la bicicleta, o de aquella operación del mondongo a tripa abierta, y todo lo que tomé por apagones de la consciencia fueron verdaderos tránsitos hacia el más allá, indoloros e incoloros. Sin luces al final del túnel ni zarandajas por el estilo. Un irse sin más, como presumían los matarifes de Tony Soprano cuando hablaban de sus propias muertes.




              Si estar muerto es esto, tengo que confesar que no se está mal del todo. Con la muerte no han desaparecido las películas, ni los libros, ni la antena parabólica del Movistar +. Ni este ordenador portátil donde escribo las tonterías. Ni Eddie, el perrete, que se viene conmigo a todos los sitios, los córporeos y los extracorpóreos. Sí he notado que los hombres ya no me escuchan, y que las mujeres ya no me ven, pero esto también sucedía antes, cuando estaba vivo, y ya estoy muy acostumbrado a la transparencia de ser pero no estar, o de estar pero no ser, que es una cuestión filosófica muy peliaguda.. 

    De momento, en la muerte, no me aburro, pero cuando llegue el marasmo de los siglos tal vez diga tres veces seguidas "Bitelchús" para que comparezca el divertidísimo fantasma. Juntos nos reiremos  de las petardas y de los panolis, de los estúpidos y de los fachas. Bitelchús, la película, es un descojone, pero sólo durante un rato. Según IMDB, su protagonista apenas sale 17 minutos, y eso sabe a poco, a poquísimo. Y es incomprensible, además. Cuando Michael Keaton se deja llevar por la locura, la película se vuelve traviesa y gamberra. Casi moderna. En cambio, cuando él no está, todo es más bien soso y ñoño, desfasado en treinta años que parecen treinta siglos. ¿O es que tal vez han pasado 30 siglos de verdad?


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Mia madre

🌟🌟🌟

Los moribundos en una cama de hospital no suelen quedar bien en las películas. Por una vez que el espectador se conmueve y llora a moco tendido, hay otras cien en las que siente vergüenza ajena por el sentimentalismo del director, que pone músicas de violines, y últimas palabras enjundiosas, y nietos a porrillo, alrededor del abuelito o de la abuelita. Sin embargo, todos sabemos que las muertes son más bien solitarias y tristes, y que en estos trances los nietos suelen estar a sus cosas, y los violinistas a sus orquestas, y que los muertos, pobrecicos, suelen despedirse sin comprender nada de lo que sucede a su alrededor, dormiditos, o enajenados, y rara vez tienen la conciencia prístina, y el verbo afilado, para dejarnos la última frase redonda de un guionista inspirado. La muerte es un trámite silencioso, burocrático, y gris.



    Yo, lo reconozco, tengo un problema con este subgénero cinematográfico. Cuando el premuerto se pone a enredar con los sueros, con los cardiogramas, con las respiraciones profundas y mecánicas, yo miro y no miro, entro y salgo, me comprometo y me descomprometo. Cuando el ajetreo de familiares alrededor de la cama no me parece cursi, me parece fingido, o tontaina, o directamente irreal. Comparo lo que he vivido con lo que veo y nunca me veo aludido, o representado. Es como si en las películas la gente se muriera de otra manera, y uno no terminara de creerse la función. Es por eso, quizá, que en cuestiones hospitalarias sólo reconozco haber llorado grandes lagrimones en la muerte de Albert Finney en Big Fish, porque aquella muerte era fabulada, circense, casi una alegría del desvivir, y Tim Burton sorteaba el óbito muy sabiamente, y me hizo llorar lo que no lloré en cien películas anteriores.

    Nanni Moretti, que es un tío muy listo por el que siento un gran afecto -aunque sus últimas películas tiendan al discurso plasta, y al chiste sin gracia- es consciente de que el trance mortuorio siempre queda mal, afectado, y decide, al final de Mia madre, hurtar el momento fatal al espectador. A él, de  todos modos, lo que le interesaba no era la muerta en sí, sino la hija que se queda sola en el mundo, enfrentada a la certeza de que en el "Espere su turno" frente a la ventanilla ella ya es la primera en la cola. La hija, aunque no lo parezca, representa el papel del propio Nanni Moretti, que cuenta en Mia madre un episodio de tintes autobiográficos, pero que ha decidido, desde hace tiempo, no llevar el peso dramático de sus propias películas. 


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Mars Attacks!

🌟🌟🌟🌟

Hace un cuarto de siglo, en Televisión Española, Albert Boadella gozaba de un microespacio para repartir estopa que se titulaba Orden Especial. Al grito de ¡Purgandus populus!, un ejército de frailes que nos vigilaban salían a la calle para hacer justicia con sus porras. Su objetivo no eran los rojos ni los ateos, porque los dineros de su organización provenían de la televisión socialista. Ellos le daban en el cocoroto a los estúpidos, a los farsantes, a las madres histéricas y a los tontos del haba. Por aquel entonces Boadella era un tipo que molaba. Le escuchabas en las entrevistas y siempre te caía en gracia, con aquellas opiniones tan particulares, y aquella retranca con acento catalán. Luego fue seducido por el lado oscuro de la Fuerza, y vendió su alma a un lord Sith llamado Esperanza Aguirre. Menos mal que ahora no disfruta de un programa parecido, porque su objetivo purgatorio serían los justos y los buenos. 

          En Mars Attacks!, Tim Burton montó un purgandus populus a lo bestia. En lugar de usar frailes malvestidos del Alto Ampurdá, él, que disponía de un alto presupuesto, eligió un ejército de marcianos para hacer limpieza entre los majaderos y los avariciosos. Armados de sus pistolones que parecen de juguete, los hombrecitos verdes convierten en gas a los periodistas carroñeros, a los políticos sin moral, a los militares belicistas, a los especuladores sin entrañas... Los marcianos de Tim Burton aterrizaron en Estados Unidos en el año 1996, pero podrían aterrizar hoy mismo, en la piel de toro, y encontrarse con la misma fauna de impresentables. Mars Attacks! es una película que está pidiendo a gritos una spanish version. Una buena somanta de hostias arreada por un ejército de garrulos desembarcados en Madrid, comandados quizá por Joaquín Reyes, o por el Tío la Vara, heredero directo de aquellos frailes de Boadella. Lo que nos íbamos a reír. 

Pero que nos pongan a Natalie Portman, eso sí, porque en Mars Attacks! su personaje sobrevivía a la invasión. Incluso los malvados marcianos se rindieron a su belleza, y fueron incapaces de disparar.


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Big Fish

🌟🌟🌟🌟

Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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El amanecer del planeta de los simios

🌟🌟

A Max, mi antropoide interior, le gustan mucho las películas de El Planeta de los Simios, lo mismo las antiguas que estas nuevas diseñadas por ordenador. Max siempre ha soñado con amotinarse, con apoderarse de los códigos secretos de mi voluntad, y para él, esta saga de los simios tiene el mismo valor que el Octubre de Eisenstein para los bolcheviques: una inspiración revolucionaria, una guía práctica para sublevarse contra el ser humano que lo tiene amordazado. 

    Siendo como soy un adulto amoral, y un futuro viejo verde, Max todavía piensa que soy demasiado humano, y demasiado civilizado. Él sueña con una vida salvaje carente del super-yo freudiano, una aventura regida por los instintos más básicos en la que voy por la calle desafiando a los machos rivales y cortejando a las mujeres.




            Para que no se pusiera muy tonto durante la proyección, hoy por la tarde, antes de ver El amanecer del planeta de los simios, le he prometido que un día de estos, tal vez por su cumpleaños, o por su santo, si se mantenía calladito y no daba mucho la barrila con sus cánticos, volveríamos a ver aquella atrocidad que perpetró Tim Burton con el mundo imaginario de sus congéneres. Dejé escrito que jamás volvería a ver semejante estupidez, pero entonces yo no sabía que la saga iba a ser relanzada pocos años después, mucho más cuidada, mucho más decente, con un líder de los simios por fin complejo y seductor- La versión de Tim Burton es, de largo, la preferida de Max. Y no por su complejidad, ni por su enjundia -que a ambos nos entra la carcajada en el sofá- sino porque en ella salía, muy corta de ropa, esa mujer -que no actriz- llamada Estella Warren, una nadadora canadiense a la que Dios dotó del rostro más sensual que vieron al norte de los Grandes Lagos. 

        A Max, que siempre ha visto el mundo con mis ojos enamorados, no le gustan nada esas simias que salen en las películas, con los labios de hemisferios de coco, y toda la piel recubierta de pelos. A Max, más allá de las preferencias particulares, le gustan las mimas mujeres que a mí, y por eso mantenemos, a pesar de todo, una entrañable convivencia en el sofá. Una convivencia que a veces, cuando las películas vienen bien dadas, y ambos salimos satisfechos de la función, se puede confundir perfectamente con la amistad.

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