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Gente en sitios

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Gente en sitios... Eso es lo que somos: gente en sitios. Y poco más. El título vale para esta película y también para todas las demás. Incluso para la vida real, que también es gente en sitios. Hace un rato yo era gente que estaba en su sitio viendo la película. Y así todo.

Es un resumen de la vida en tres palabras misteriosas: gente en sitios... El devenir de los humanos y la madeja de los destinos. Está todo ahí.  Y también la nada. La nada que somos. Despojada de adjetivos y de palabrerías, la vida es tan simple como eso: gente en sitios. Si prescindimos de la literatura y del arrebato, solo somos gente que pulula y luego descansa. O gentuza. Gente que nace y mata, que construye y destruye, que folla los sábados por la noche o reza los domingos por la mañana. Gente en sitios, públicos o privados, haciendo cosas o jodiendo la marrana. Produciendo o molestando. Desproduciendo. 

Qué será, dentro de nada, esta pesada Navidad que ya se anuncia en los supermercados, sino gente en sitios, aunque casi toda desubicada y fuera de lugar, en casa de mamá o en casa del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede darse la razón y poner los cojones encima de su mesa.  

Gente en sitios... Es una idea enigmática, pura, casi oriental. Un haiku uni-versal de los japoneses

“Gente en sitios”, la película, es una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. Como espectador a veces sonríes y a veces te rascas la cabeza, desubicado. Es difícil saber qué pretendía Juan Cavestany con esta sucesión de surrealismos chanantes. Pero te queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpido e impredecible de la gente. Un desasosiego. Hay algo muy turbio en “Gente en sitios”. Una misantropía soterrada. Una advertencia del peligro que nos acecha en cada esquina. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaban los Golpes Bajos.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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La serie que nunca se estrenará en Movistar +, ni en ninguna otra plataforma de la tele, se titula “¿Qué fue de Augusto Faroni?”. Porque yo, a mi modo, también fui un niño prodigio: de las tareas escolares, y hasta que otros me superaron, pero un niño prodigio, famoso en los entornos familiares y en las tiendas del barrio porque mi madre, cuando otras se ponían alabanciosas con sus hijos, decía que yo sería ministro en Madrid y que me iban a llevar en coche oficial los chóferes con gorra de plato.  

Mientras Jorge Sanz ganaba la fama internacional por actuar en “Conan, el bárbaro”, y la adoración nacional por hacer de niño enamorado en “Valentina” -aunque ya con 13 años y seguramente con erecciones en la bragueta- yo, en los Maristas de León, era el niño mimado de las maestras externas y de los curas residentes: un alumno repelente que clavaba la lectura de los textos, la ortografía de los dictados, la suma de las fracciones, la ubicación de los afluentes y la fecha exacta de las conquistas imperiales. 

Antes de que surgieran de la nada otros alumnos igual de asquerosos como yo -como aquel Carlos Calleja de mis pesadillas- yo era el alumno modelo que recibía parabienes en público y sobresalientes en los boletines. Y collejas, la hostia de ellas, cuando jugábamos en el patio.

Ahora que todos los niños ya nacen superdotados -porque si nace tonto también se le presupone una inteligencia oculta bajo la superficie- tengo que decir que yo, en los tiempos en que la superdotación era una rareza psicológica, fui tomado por un portento hasta que la realidad demostró todo lo contrario. En “¿Qué fue de Augusto Faroni?” me reiría de todo aquello, de mis torpezas de adulto y de mis tontunas de engreído, como hace Jorge Sanz en su serie intachable y divertidísima. 

En la serie saldría, no sé, en mi vida diaria, aburriéndome con Vargas Llosa, o equivocándome en un cálculo sencillo, o encogiéndome de hombros cuando me piden que señale Antequera en un mapa... Cosas así, de ex niño prodigio venido a menos. O a mucho menos.




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El día de la bestia

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“El día de la bestia” ya forma parte de nuestro entramado neuronal. De momento, hasta que vengan otras generaciones a jodernos la marrana y a sumirnos en el olvido, es una película inmortal. No sé si buena o mala: solo digo que inmortal. 

Cuando alguien la menciona te vienen a la cabeza las imágenes imborrables y los diálogos antológicos: “Soy satánico, ¡y de Carabanchel”; “Sí, padre, yo peco la hostia”; "Hace de Cé"... Qué recuerdos. Qué chanzas con los amigotes. Santiago Segura en su “prime". Todo lo suyo que vino después -salvo algún chiste afortunado del primer Torrente- ha sido decadencia y mercantilismo calculado. Una pérdida incalculable.    

Treinta años después de la venida fallida del Anticristo, yo caminaba por la Gran Vía de Madrid bajo el anuncio luminoso de la Schweppes y recordé, como en un acto reflejo, que allí, en el edificio Capitol, o en el estudio que lo recreaba, estuvieron colgados el padre Berriatúa, Jose Mari el rockero y el profesor Cavan del Chichinabo. Los tres Reyes Magos del Anticristo... Recuerdo que hice una foto nocturna para el Instagram y como único comentario puse “666”. Nadie la entendió, o al menos nadie le dio al like. También es verdad que mi cuenta es un sistema muy alejado del centro de la galaxia. 

El último día de mi turisteo por Madrid decidí ir caminando hasta la estación de Chamartín. Y en el camino, claro, me topé con las torres KIO, que oficialmente son la "Puerta de Europa" porque Castilla no es Europa pero sirve de antesala. Y recordé que allí detrás, en una obra que ahora estará sepultada bajo otras diez innecesarias, nació el anti-Dios que fue sacrificado casi de inmediato por el mismo Diablo que lo engendró. En eso, la verdad, “El día de la bestia” siempre ha sido una peli muy confusa. Rematada casi con desgana. 

El Anticristo, al final, era la Anticrista, y ya tenía 16 años cuando el padre Berriatúa vendió su alma para encontrarla. Se ve que llevaba muy equivocados los cálculos de la Cábala. Y en esas estamos, al borde del fin del mundo, como pronosticaba la película, con la Anticrista viviendo en un ático y los cayetanos poniendo orden en las aceras.  





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Airbag

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Airbag es el corte de mangas que Juanma Bajo Ulloa y sus compinches le dedicaron al cine español de la época: el de la Guerra Civil y las chatinas, los muermos de Garci y las comedias tontonas del happy end. Una gamberrada que yo celebré en su tiempo con grandes carcajadas, pero que que casi había olvidado por completo, salvo las apariciones estelares de Manuel Manquiña, que entre el “muy profesional”, “las hondonadas de hostias” y la “sub machine gun” se hizo un hueco para siempre en nuestro lenguaje populachero. Las veces que no habré dicho yo lo de las hondonadas, o lo del muy profesional, poniendo acento gallego incluso.

Airbag, a su modo ibérico y jamonero, viene a ser una tarantinada ambientada en los desiertos prostibulares de Euskadi. Aunque aparenta ser un despelote –y es, de hecho, un despelote- la película lanza sus dardos contra la Iglesia, contra la burguesía, contra el nacionalismo rancio, y eso, al viejo jacobino que rasguña estos escritos, siempre le estremece un poquito el corazón.



         Me estaba gustando Airbag, sí, a pesar de que las críticas contemporáneas hablaban de un esperpento, de una aberración para el cinéfilo de pro. Uno repasa los periódicos de la época y es para echarse a temblar. Y yo, la verdad, mientras trataba de conciliar el sueño a los 30 grados centígrados de esta puta habitación, no entendía la razón de tanto ensañamiento. La primera hora de Airbag es divertida, intrépida, gamberra a más no poder, y además sale mucho María de Medeiros, que es una actriz portuguesa que siempre me encendió el amor hispano-luso que llevo muy dentro. Pero claro: luego llega la segunda mitad, y la película ya no es un despelote, sino un desparrame. Los chistes de derriten, las tramas se difuminan, los actores se dedican a hacer el indio de acá para allá. Airbag 2, si pudiéramos llamarla así, tal vez se merece tales anatemas y excomuniones. Pero sin pasarse, coño, sin pasarse, que el primer rato era muy de agradecer, y nos ha dejado imágenes y concetos muy arraigados en nuestra memoria. 

Pazos: Interesante no, Carmiña, estresante




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