Un día en Nueva York con Woody Allen
Saben aquell
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De niños, en León, también hablábamos catalán en la intimidad. O al menos lo entendíamos en parte. Y no como ese fascista de José Mari, que solo lo dijo para arañar votos en Barcelona.
Pero tampoco nos pongamos estupendos: en realidad solo sabíamos dos frases de catalufo, aunque encerraran mundos completos de referencias. La primera, claro, era “Tot el camp és un clam”, que entonaban los culés en el colegio las raras veces que tenían algo que celebrar: que nos ganaban en los duelos directos, mayormente, porque luego, de títulos, no se jalaban ni una rosca, siempre que si el árbitro, que si las lesiones, que si el sursuncorda... Igual que ahora, vamos.
La segunda frase de nuestro acervo catalán era “Saben aquell que diu...”. Era la muletilla con la que Eugenio siempre comenzaba su show cuando salía por la tele. Y nos descojonábamos, claro, por su acento cerrado de Barcelona, y porque ya anticipábamos el chiste genial que iba a venir justo después. Lo suyo era humor inteligente, y no como el de otros. “Un esqueleto entra en un bar y pide una cerveza y una fregona...”. Yo era mucho de Eugenio, de su semblante y de su distancia, y no tanto de Arévalo o de Bigote Arrocet, que no eran más que dos tolais repetitivos. Los tres eran los reyes de la casete de gasolinera y salían mucho en el “Un, dos, tres”. Y si salías en el “Un, dos, tres” ya te llovían los contratos y te forrabas. Y follabas cantidubi, supongo.
En eso, la película de Trueba es un poco tramposa, porque Eugenio compareció por primera vez en el “Un, dos, tres” cuando ya era un hombre viudo y depresivo. La gran fama de la tele le llegó después de que se muriera Conchita, el gran amor de su vida, con la que empezó haciendo dúo musical y acabó teniendo un dúo de retoños. “El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, que decía Marcial Ruiz Escribano. Y Eugenio acertó el pleno al quince en la quiniela. Conchita, si hacemos caso del biopic, le regaló los mejores momentos de su vida, aquellos en los que su carácter autocorrosivo encontró un descanso y una cura temporal. Hay tipos con suerte, aunque la suya, ay, fuera una suerte con fecha de caducidad.
Los peores años de nuestra vida
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“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo.
“Pretty Woman”, por
cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad.
Una re-prostitución.
Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso
precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero
es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la
autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con
ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos,
prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que
quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado
en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.
Luego, con los años, lo
vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que
las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que
mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que
entrechocan.
La gran broma de esta
película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual
-el trasunto de Gabino Diego- eran
pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación
del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.
Rafael Azcona, oficio de guionista
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A los Reyes Magos, para la próxima reencarnación, voy a pedirles
un fenotipo muy parecido al de Brad Pitt. Aunque no sé si me lo merezco, la
verdad, porque en la vida me he portado a veces bien y a veces mal con las personas.
Pero como todo hijo de vecino, supongo... Así que, por pedir, que no quede.
Quiero ser, por una vez -por una vida- el rey de la fiesta, el
centro de las miradas. El polo de atracción y el tío más atractivo. Quiero
saber qué se siente cuando a uno le desean sólo por su físico, sin más, sin meterse
en más averiguaciones. Saltarme el cuestionario de cien ítems que indaga en mi
interior a ver si haciendo la nota media puedo salvarme de la quema, o del
olvido. Saltarme todo ese protocolo e ir directamente al grano: me gustas, tú
también, ¿tienes algo que hacer esta tarde...? Esa vida sencilla y feliz de los
guapos, y de las guapas, que ahorran un montón de tiempo y pueden dedicarse a
otras cosas de mucho provecho.
Pero si no fuera así, si los Reyes Magos no quisieran concederme tal deseo -que yo mismo juzgo superficial y deleznable-, les pediría, en compensación, para vivir otra vida alejada de mi yo, que me reencarnaran en un tipo muy parecido a Rafael Azcona: uno bajito, con gafas, de Logroño. La antítesis fenotípica de Brad Pitt, sí, pero un hombre con un cerebro privilegiado, una inteligencia lacerante, una sabiduría de demonio... Un legado envidiable. Ser el rey de la fiesta cuando los deseos se van a descansar y la gente se pone a contar sus historias y sus chascarrillos. Saber qué se siente cuando uno empieza a soltar sus maldades benignas, o sus bondades maliciosas, y todo el mundo se queda absorto, y hechizado, como yo viendo este documental.
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David Trueba: - ¿Tomas notas?
Rafael Azcona: - Nunca, no. Estaré equivocado, pero sostengo
que lo que se te olvida es porque no te importa.
Madrid 1987
Entre que María Valverde es una actriz de belleza sin par, y que tiene cierta propensión a mostrar su cuerpo desnudo, cuando sale en una película, la tensión sexual se instala en el patio de butacas, o en el salón de nuestra casa. Ella, por supuesto, no se da por aludida, porque su holograma ni siente ni padece las emociones. Pero nosotros, óseos y carnales, todavía jóvenes y sanos en el deseo, sentimos que la sangre se nos enturbia, y que la mirada se nos ensucia. Que el espíritu cinéfilo no va encontrar reposo hasta que ella se despelote por exigencias del guión. Y los guiones, con tal de desnudar a María Valverde, son capaces de inventarse cualquier excusa, que menudos son estos tunantes de escritores, y de directores, cuando se ponen a imaginar.
Así que en Madrid 1987, a los veinte minutos de metraje, ya tenemos a María Valverde despelotada en el apartamento, para solaz de nuestra mirada, y para remanso de nuestro espíritu, que libre de la tensión sexual centra sus atención en los soliloquios de José Sacristán. Su personaje, más propio de los viejos tiempos de José Luis Garci, suelta una verborrea post coitum que se lleva más de una hora de metraje, disertando sobre la escritura, sobre las canas, sobre la vida en general, y la única diferencia con las asignaturas pendientes es que Fiorella Faltoyano o Emma Cohen le escuchaban arrobadas en la cama con las sábanas destapando los pechos, mientras que aquí, en Madrid 1987, María Valverde le soporta el rollo sentada en un retrete. Es tan rebuscada la disertación, tan reflorida la sabiduría del personaje de Sacristán, que la tensión sexual vuelve a cogernos de los huevos cuando ya estábamos desprevenidos, en el quinto o sexto bostezo, y a partir de ahí ya sólo nos fijamos en la dichosa toalla, a ver si se escurre, o se cae, o regresa a su colgadero.
Vivir es fácil con los ojos cerrados.
Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.
Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.