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The Young Pope

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Si algún día me cayera del caballo camino de Damasco, o de La Pedanía, y recobrara la fe perdida de la infancia, y siguiera los pasos educativos y doctrinales necesarios para ser elegido obispo de Roma por el Espíritu Santo, creo que me convertiría en un papa tan reaccionario y tan cacho cabrón como este Pío XIII imaginado por Paolo Sorrentino. Tan guapo no, desde luego, porque ya no me acompaña la edad y nunca me acompañó el fenotipo.

Yo entiendo perfectamente a Lenny Belardo, ese Darth Vader de la Iglesia vestido de blanco impoluto: o se está, o no se está. No hay término medio cuando se defiende la fe verdadera. Porque si es verdadera, es innegociable. Yo en eso entiendo a los fanáticos del catolicismo o del barcelonismo, que son mis enemigos mortales. Desde mi trinchera anticlerical me cae mejor el Pío XIII ficticio que cualquier papa aperturista de la realidad. Porque en la concesión al enemigo, en la apertura de mentes, va escondida la carcoma del edificio. La Iglesia es una institución caduca y medieval, retorcida y equivocada, pero si quiere ser Iglesia tiene que seguir siendo lo que es: un invento oscurantista.

“Yo no quiero cristianos a medias: yo quiero fanáticos de Dios”, les dice Lenny Bernardo a los cardenales en su primera alocución. Y los deja temblando, claro, porque muchos ni siquiera creen en Dios, o andan más calientes que el palo de un churrero, perdiendo el partido por goleada contra el sexto mandamiento. Son pecadores, sí, pero también son dignos de lástima, porque el sacerdocio no es la única profesión que puede ejercerse sin creer en el fundamento... 

Yo mismo soy un anticlerical que se cargaría el Concordato como Alejandro Magno se cargó el nudo gordiano: de un machetazo. Y que vengan a protestar... Hay que ponerse muy firmes con las creencias personales. Es por eso que tampoco aguanto a los madridistas que se dicen tales y luego no defienden nuestra fe contra viento y marea: en privado se admiten dudas porque todos somos imperfectos, pero en público... ¡excomunión al que retroceda en uno solo de los argumentos!



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Los asesinos de la luna

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Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento. 

En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.

En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe. 





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