Mostrando entradas con la etiqueta John Lithgow. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta John Lithgow. Mostrar todas las entradas

Cónclave

 🌟🌟🌟🌟

El año pasado, en este colegio donde trabajo, también se produjo un cónclave para elegir al nuevo pastor de nuestro rebaño. Nuestra papisa de entonces no pasó a mejor vida con las manos entrelazadas, pero sí decidió que estaba cansada de poner orden entre tantos intereses contrapuestos. Una buena mañana reunió a la curia en la sala de profesores, anunció que había pedido plaza en el concurso de traslados y nos dijo que allá nos apañáramos todos y todas con su sucesión.  

Se nos cayó el alma de los pies. Sobre todo a mí, el Decano, que por estricto orden sucesorio era el señalado para lucir con muy poco garbo el blanco solideo. Porque aquí, en realidad, no hay cónclaves decisivos más allá de las intrigas que se perpetran por los pasillos. Aquí todo sigue un estricto orden burocrático que viene plasmado en las ordenanzas. Da igual que no quieras aceptar o que te pongas a suplicar de rodillas: el hombre propone y Valladolid dispone. 

Pero no sólo yo me acojoné y decidí ahuecar el ala. Aquí, a diferencia de los cardenales muy ambiciosos de "Cónclave", nadie estaba dispuesto a dirigir una iglesia como la nuestra, atravesada por todo tipo de orgullos y herejías. Los más capaces ya no creen y los más incapaces se desmandan en nombre de la fe. Y además, el cargo apenas tiene reconocimiento profesional: te pagan cuatro chavos por la labor y te arruinan la vida personal para estar todo el santo día preocupado. Aquí no es el Espíritu Santo el que desciende sobre tu cabeza, sino un grajo negrísimo que tiene su nido en un árbol de nuestro patio.

Al igual que yo, todo el mundo pidió plaza en el concurso de traslados. Fueron meses de mucha incertidumbre. De dimes y diretes. De lloros acongojados y de maletas predispuestas. Un día solicitamos a la papisa dimisionaria un cónclave para aclarar la situación. Para ver si a última hora alguien se ofrecía a llevar la pesada carga sobre sus hombros. Las esperanzas eran mínimas, pero de pronto, entre la curia, la persona más insospechada alzó su vocecita y se juzgó digna de proponerse en sacrificio. No sonaron campanas en el cielo, pero yo sentí, por primera vez en años, que Dios se había hecho presente entre nosotros. Alabado sea.





Leer más...

Los asesinos de la luna

🌟🌟🌟🌟


Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento. 

En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.

En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe. 





Leer más...

El origen del planeta de los simios

🌟🌟🌟🌟


De vez en cuando, mientras veía “El origen del planeta de los simios”, se me iba un ojo hacia Eddie, al que tengo casi en la línea visual de la tele. A la una o’clock, en el reloj de los miitares. Cuando tiene frío o se asusta por los ruidos del viento, Eddie se acurruca a mi lado como en las fotos de las postales; pero si no, prefiere aovillarse en el otro sofá, como un perro-gato independiente, libre para rascarse las orejas o para cambiar de posición. 

El contraste entre César, el simio superinteligente, y Eddie, el perrete disfuncional, me hacía reír por los adentros. Porque Eddie -en lo que no deja de ser otro prodigio de la ciencia- tiene más pelos que neuronas. Pero como tiene un millón de pelos el número de neuronas le vale para ir tirando por la vida. Le sirvió de pequeñín para hacerse el simpático y ser adoptado por este escribano, que era lo principal. A partir de ahí, con encontrar los cuencos en la cocina, anticipar la hora del paseo y saber regresar al camino cuando se pierde persiguiendo gamusinos, todo el trabajo neuronal ya es para él un exceso energético y una demostración de vanidad. Porque Eddie no es tonto: es que no necesita más.

En los interludios de la película, que son muy pocos porque hay mucha acción y mucho argumento filosófico, yo imaginaba cómo sería Eddie si nuestra veterinaria -esa chica pelirroja a la que me gustaría visitar más veces sin que Eddie se pusiera enfermo- le enchufara una dosis experimental del AZ-112, el medicamento prodigioso. Sería la hostia, tener un Eddie superlisto -quizá el futuro líder del Planeta de los Perretes- que entendiera muchas cosas que ahora no entiende. Por ejemplo que le pongo la correa no porque sea mi esclavo, sino para que no le pillen los coches; y que ha tenido mucha suerte en la vida en comparación con esos perros maltratados por mis vecinos. Hijos de puta... Y que el viento en las ventanas sólo es viento, y no un mal espíritu que nos visita. 

Pero sobre todo, que con su inteligencia recién estrenada supiera expresar lo que pasa por su cabecita: dolor, o tristeza, o aburrimiento. Porque a veces le entiendo, pero a veces no, y me pone triste que la barrera evolutiva nos separe como extraños.





Leer más...

The Crown. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Desde que mis conocidos saben que estoy viendo The Crown -porque me llaman para que les recomiende una ficción que entretenga su encierro y yo me pongo a darles la paliza con que si The Crown es cojonuda y no pueden perdérsela, y que vaya diálogos, y que vaya actuaciones, y que menuda producción a lo grande, y termino por aburrirles con mi entusiasmo que es casi pueril y enfermizo- recibo, decía, muchos mensajes que me dicen que voy a volverme monárquico de tanto alabar la serie, de tanto mirar por la mirilla de Buckingham Palace a ver qué se cuece en la familia de los Windsor. Me lo dicen, claro -ahí está el chiste- porque siempre he sido un republicano acérrimo, de los de bandera tricolor decorando la intimidad del hogar. Un recalcitrante que descorcha una botella de sidra cada vez que llega el 14 de abril para celebrar que otra España es posible, desborbonizada, que será más o menos la misma, no me engaño, pero sin ese residuo que nos hace menos modernos y más medievales.



    Me dicen los amigos que como siga con esta coronamanía me va a entrar un síndrome de Estocolmo que me va a romper los esquemas. O un síndrome de Londres, mejor dicho, porque de tanto vivir entre los Windsor voy a traspasar la frontera que separa al plebeyo del monarca, al populacho de Sus Altezas. Y que al final los voy a tomar por seres humanos igualicos que nosotros, cuando se desnudan ante el espejo. El riesgo existe, es cierto, porque sé de gentes férreas como yo que han visto la serie y se han quedado boquiabiertas, abducidas, y que luego escriben o te comentan.: “Si es que al final somos todos iguales, y aquí cada cuál lleva su pena, y su frustración, y su conflicto de lealtades…”.  Los Windsor como los Rodríguez, no te jode, o los Churchill como los García, hay que joderse, porque la serie no sólo va de los estropicios familiares de la casa de los Windsor, sino también de la alta política que todas las semanas pasa consulta con la reina, el señor Winstorn apoyado en un bastón y coronado por un bombín.

    Yo, de momento, tranquilizo a mis médicos y les digo que todavía no he notado los primeros síntomas de la conversión. Sólo ahora, que me tocaba escribir esta crítica, voy a confesar que he rematado con una lágrima el último episodio de la primera temporada, porque hay una declaración de amor de la princesa Margarita a su amado Peter que jolín, qué quieren que les diga, vale lo mismo para una princesa británica que para una poligonera de Orcasitas, o para una vecina de esta pedanía mía que ande con desamores Sólo ahí, en las cuitas del amor, me reconozco sensible e identificado con estos sangreazulados que si no pertenecen a otra especie, hacen todo lo posible por parecerlo.


Leer más...

El amor es extraño

🌟🌟🌟

En El amor es extraño, una pareja de homosexuales que comparten cama desde hace años contrae matrimonio en Nueva York aprovechando la nueva y tolerante legislación. Ben y George son dos señores que desean vivir su vieja relación como los dioses mandan, con todos los pros y contras que la ley reserva para el amor.

    El día de la boda, rodeados de amigos y familiares, todo es felicidad en el coqueto apartamento que  los cobija. No es que ahora, bajo el manto de la ley, se quieran más o se quieran mejor. Pero de algún modo se sienten normalizados y aceptados, vencedores de un largo litigio que durante décadas defendió la dignidad de sus sentimientos, como si un asunto de culos o de coños pudiera dividir a las personas en dos clases sociales separadas.


       Pero hemos topado con la Iglesia, amigo Sancho, porque George, al que da vida este actor superlativo que es Alfred Molina, imparte música en un instituto regido por los curas católicos, y nada más regresar a las aulas es llamado a capítulo por el director para ser expulsado con efecto inmediato. Era vox populi que George era una oveja descarriada, que convivía con otro hombre y que por las noches, en los arrebatos de pasión, vertía su simiente en recipientes no preparados para concebir. Los curas lo sabían, o hacían que no se enteraban, pero el matrimonio, para terror de las gentes decentes y bien nacidas, es harina de otro costal. El matrimonio es un sacramento otorgado por Dios para garantizar la procreación de nuevos católicos que abarroten las iglesias y bla, bla, bla... 

    En esos instantes decisivos de su vida -que lo condenan de repente al paro, al apretón del cinturón, a la venta casi segura de su apartamento- George, por debajo de su semblante furioso, se pregunta cómo es posible que las enseñanzas de un hombre del siglo I, que decía ser Hijo de Dios y predicaba el amor fraternal y el perdón universal, hayan llegado tan retorcidas hasta ese despacho del instituto. Tan deformadas. Tan mal interpretadas por estos exégetas del alzacuellos. Por estos castrados de la mente y del corazón que finalmente, después de tantos años de sonrisas y parabienes, de hipocresías melifluas en la sala de profesores, le han dado bien por el culo, ya ves tú qué ironía.




Leer más...

Llámame Peter (The life and death of Peter Sellers)

🌟🌟🌟🌟

Nacer con un carácter especial y problemático es apostar al doble o nada de la existencia. Lo más normal es que, quien así padece, acabe desaparecido en el fracaso, empleado en un mal trabajo, apalancado en la barra del bar cuando se encienden las primeras farolas. La vida gris de quien no supo adaptarse a las exigencias y se perdió en sus propios laberintos.  La gente que no tolera el fracaso, que no aprende de sus propios errores, que tiene un autoconcepto tan elevado que vive a mil kilómetros de altura de su yo terrenal y verdadero,  suele estrellarse contra un mundo que está hecho para los que saben esperar, para los que miden sus fuerzas y calculan el momento exacto del provecho. 

Existe, sin embargo, entre este gremio de los desnortados, una minoría exigua que logra doblar sus ganancias en la ruleta, porque al nacer, adosada a su excentricidad insoportable, como en un pack de regalo de los supermercados, viene una genialidad que los hará brillar por encima de la mediocridad reinante. A su habilidad especial sumarán el ego incombustible que los ayudará a comerse el mundo a bocados, y que los condenará, también, a vivir solitarios en la montaña inalcanzable del éxito.



Este es el caso, por lo que cuentan, de Peter Sellers. En Llámame Peter -que es un biopic olvidado de altísima enjundia, con un Geoffrey Rush que no interpreta a Sellers, sino que es el mismo Sellers- descubrimos a un hombre enigmático, sin personalidad definida, que se plantó en el mundo de los adultos con una mente infantil que no aceptaba negativas, que se encaprichaba de lo primero que veía, que premiaba y castigaba a sus semejantes con criterios que mueven a la risa o al hartazgo. Peter Sellers –para qué andarnos con rodeos- era un tipo insoportable. Un payaso como padre, un cretino con las mujeres, un déspota con sus directores, un niño eterno aferrado al cordón umbilical de la mamá. Un majadero integral que uno, desde la distancia de los mares y de los años, agradece no haber tratado ni conocido. Pero un majadero inolvidable, eso sí, cuando se ponía delante de las cámaras, porque fue un actor de registros únicos y de chotaduras memorables. Peter Sellers, en noches condenadas al lloro y a la melancolía, nos hizo ciudadanos reconciliados la risa y con la vida. Las patochadas de Clouseau, las tontunas de Mr. Chance, las filosofías genocidas del Dr. Strangelove…




Leer más...