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Mad Men. Temporada 7

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Hubiera querido que el último episodio de “Mad Men” no terminara jamás. Llegué a barajar la posibilidad de ver una sola escena cada día: someterme a una dieta espartana que contuviera la grasa de un único  diálogo o de una réplica solitaria, para que la última experiencia con la serie me durara, qué sé yo, un mes entero, hasta octubre, cuando la bobada ya me pareciera ridícula e insostenible. 

Pero he cedido a la tentación, claro, porque estaba muy pendiente del anuncio final de Coca-Cola -¿y si todo “Mad Men” no fuera más que el proceso vital y creativo que condujo a celebrar la chispa de la vida?- y pasadas las doce de la noche, como en el cuento de Cenicienta, me he despedido de Don Draper para convertirme de nuevo en la antítesis de su éxito y de su magnetismo. Mientras él se quedaba en California encontrándose a sí mismo y encontrando nuevas mujeres de bandera, yo me iba a la camita pensando que mañana me esperaba el desempeño funcionarial y la huida cotidiana de los espejos. ¿Cuál es el sentido de mi vida y la de otros tantos?: pues que existan, como contrapesos del orden natural, hombres como Don Draper que no conocen un no por respuesta. Tan guapos y elegantes que nos importa un cojón de mico que carezcan de moral. 

Si alguien hubiera colocado un micrófono en mi salón mientras yo recobraba “Mad Men” al completo, comprobaría que el silencio ambiental impuesto por mis auriculares se rompía siempre con una de estas tres exclamaciones en voz alta: “¡Joder, que tía!”, “A mí esas cosas no me pasan” y “Qué elegancia, joder, qué elegancia...”. En ellas reside el cogollo de la experiencia. Sobre todo la última: la elegancia. Porque aquí todo es elegante, y no sólo los ropajes y los estilismos con los que tanto dieron la turra en el suplemento "S Moda" de “El País”. Elegante es cómo ligan, cómo rompen, cómo negocian, cómo encienden el pitillo, cómo sirven la ginebra, cómo validan un culo, cómo piden perdón, cómo despiden a la gente, cómo la contratan, cómo cuelgan el teléfono... Cómo enfrentan la vida sabiéndose en último término triunfadores y admirados: Don Draper, y los Mad Men, y las Mad Women que se auparon sobre sus hombros.




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Mad Men. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟

1. Mientras Megan Draper -también conocida como La Cornuda II- se quema la piel en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper, a su lado, tumbado a la bartola tras lograr un nuevo éxito profesional y echar un nuevo polvazo con la vecina, lee en la playa estos versos incisivos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Don Draper, nuestro Hombre Ideal, el macho alfa al que todos querríamos parecernos, se detiene en los versos de Dante con cara de haber sido aludido. En realidad, cualquier espectador que no sea un imbécil integral tiene que sentirse aludido: “...me descarrié del camino correcto”. Y da igual que seas el macho alfa o la última mierda del Credo. Porque además, que yo sepa, ningún imbécil integral ha conseguido llegar hasta la sexta temporada de “Mad Men”. 

2. De unos recortes que tenía por ahí he rescatado estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel".

Sobre “Mad Men” se ha hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas y de los fuckers trajeados. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba las tramas y los amores, los ascensos profesionales y los descensos al infierno, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo. El ojo muy poco clínico de los semejantes.





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Mad Men. Temporada 4

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En el Olimpo de las Series Dramáticas -que es un monte muy parecido al que hay en Grecia pero situado en California- viven tres diosas elegidas por una especie de consenso universal: “Los Soprano”, “The Wire” y “Breaking Bad”. Criticarlas es blasfemar y supone pasar seis temporadas en el infierno. Si alguien se mete con ellas o pretende rebajarlas de categoría, los sacerdotes del templo le echan a pedradas para que huya por la ladera. Y si alguien trata de introducir otra serie para convertir la Trinidad en Tetrarquía, los vigilantes se descojonan de su ocurrencia y luego lo despeñan por un barranco que hay en la cara sur de la montaña. Sea como sea, vivo o muerto, quedas excomulgado.

Es por eso que yo no me atrevo a proponer “Mad Men” como nueva diosa en el panteón. O bueno, sí, me atrevo, pero aprovechando este blog ignoto donde vienen a buscar las raspas los cuatro gatos del callejón y a veces ni eso. Acabo de terminar la cuarta temporada y sigo enganchado como una beata a su virgencita. “Mad Men” me parece una obra maestra y ya no tiene pinta de decaer. La primera vez que la vi me gustó pero le puse algunos reparos. Ahora ya no. 

La serie, por supuesto, es la misma de entonces, pero en los últimos diez años yo he vivido más experiencias que en los cuarenta anteriores, aunque al final todas hayan terminado en desastre o en tragicomedia. No he cambiado, porque nadie cambia, pero he acumulado honduras y argumentos. Si ya vivía convencido, ahora lo estoy más: la fachada importa, el dinero decide, el sexo nos impulsa... Entre un publicista de Madison Avenue y un mono de la selva sólo existe un sombrero y un maletín. Y un paquete de Lucky Strike.

Lo que no he conseguido, ay, pero que es que ni por asomo, ni por el forro de los cojones, es parecerme un poco a ese suertudo llamado Don Draper. El tipo es imbatible. Qué elegancia, qué presencia, qué dominio de las situaciones mujeriles... Qué hijo de la gran puta. Qué suerte. Qué genes. Qué poderío y qué magnetismo. Qué manera de fumar, de sacar el boli, de mirar de soslayo... Jopetines. Unos tanto y otros tan poco. ¿Para cuándo una revolución comunista de la sexualidad?




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