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Termino de ver “Los europeos” casi a la una de la madrugada,
rendido de sueño. Sin embargo, antes de apagar la tele, vuelvo sobre algunas
escenas de la película. He seguido la trama sin mayores dificultades, pero me
he perdido varios diálogos que quería recuperar. Podría hacerlo al día siguiente,
con la mente despejada, y ahora meterme en la cama con los reyes de la noche.
Pero me puede la impaciencia: tengo que
verla otra vez, a ella, a la actriz francesa...
Esta vez mi desatención no provenía del teléfono móvil, ni
del desinterés por la película. Yo soy muy de Víctor García León, desde los
tiempos de la pena y la Gloria. Y aunque esta vez la crítica oficial venía tibia
y poco entusiasta, yo he vuelto a encontrar en su cine las grandezas y miserias
que nos definen como celtíberos. Esa cosa azconiana que además, esta vez, venía sustentada en una novela del propio Azcona. Con el cine de García León te ríes,
sí, pero sólo a veces, y a media sonrisa, como movido por un escalofrío. A
veces te ríes por no llorar. Y en la segunda parte de “Los europeos” ya ni
eso...
No: esta vez me he perdido porque me quedaba mirando el
rostro de esta actriz llamada Stéphane Caillard y no me lo creía. Su primera
aparición se produce más o menos a las doce de la noche, y es como si se
hubieran juntado el hoy con el mañana, y la vigilia con el sueño. La fantasía de
lo imaginado con la crudeza de lo existente. Hay un momento de duda en el que pienso
que acabo de morirme y que ella es el ángel encargado de recogerme.
Esta misma tarde, en la terraza del bar, en conversación recurrente
y animada, yo le decía al amigo que la mujer más hermosa del mundo era Christina
Rosenvinge, la cantante que hacía ¡chas! y aparecía al lado de un tipo con mucha
suerte. La vi el otro día en una entrevista y se me quedó su recuerdo... Pero
si esta misma tarde volviera a juntarme con el amigo, le diría que es esta
chica, la francesa, sin duda... Stéphane tiene algo que comunica directamente
con mi entraña. Algo que no puedo explicar con palabras: es como si ella fuera
el resumen de las aspiraciones imposibles, o de las poesías inacabadas. Era la
una y media de la madrugada y yo seguía repasando las escenas.
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