Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.
Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una
ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que dice que la película que se estrena el día de
tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la
piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El
Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de
Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni
dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta
clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas
estáticas.
Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a
esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez
de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première
había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que
estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico,
la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el
relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por
ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de
Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible
perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías,
están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el
destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué
pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.
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