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La familia Corleone repart铆a los negocios ilegales -que eran
casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus
cosas de toda la vida: a la extorsi贸n, al trapicheo, al atraco de furgones
cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que
retrat贸 Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una pel铆cula costumbrista
de la vida en los bajos fondos.
En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de
ne贸n y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera
m谩s civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin
dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran
repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo
emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se
ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psic贸patas sin
escr煤pulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo
a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.
Scorsese, como se ve, decidi贸 hacer en Casino una
segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el
proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado
es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres
de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un malet铆n que se extrav铆a, un fajo de
billetes que se queda en alg煤n bolsillo. Los g谩ngsters de Casino viven
mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, est谩n m谩s
expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo
de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la
cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vac铆o cu谩ntico de una
telara帽a. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los
nuestros eran chicas sencillas, algo m谩s feas, pero nada problem谩ticas, que
se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.
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