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Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas
partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes
retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño
vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su
asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos
para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o
por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El
Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e
incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro
actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz
de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el
otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la
barriada.
Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el
ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre
los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la
primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras
maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa,
más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico,
con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco
igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de
héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre, la avaricia y el perdón... Hay temas que nunca pasan de moda, como bien
sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.
¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino
II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael
Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá
el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja
para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada
y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta
poleo.
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