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Después de mucho revolver
en las carpetas del disco duro, al final nos pusimos a ver “La hija oscura”.
Pero un poco a oscuras también: a oscuras de habitación, ya de anochecida, y a oscuras
de conocimientos, con pocos datos sobre el material. Solo que salía Olivia
Colman y que había estado nominada al Oscar por su trabajo. Y suficiente, en
verdad, más que suficiente, porque cuando Olivia se pone ella es superlativa y
llena la pantalla con un algo de catedrática.
“Va, venga, la de Olivia
Colman...”, acordamos en la última ronda de negociaciones, y al principio nos
las prometíamos muy felices porque ella salía todo el rato, de vacaciones en un
hotel junto al mar. Olivia paseaba, tanteaba el terreno, observaba atentamente
a los niños, y nosotros, en los silencios, aprovechábamos para alabarla: qué
bien estaba Olivia Colman en aquella película, la de la reina, y en aquella
otra, la del Alzheimer. Qué actriz, qué portento, qué presencia...
Pero la película, al
menos en su inicio, es eso, oscura. Como la hija del título. Olivia es una
mujer enajenada que tiene comportamientos raros y... oscuros. Van veinte
minutos de película y Olivia ya está harta de sus vacaciones: no la dejan leer,
no la dejan escribir, no la dejan disfrutar del silencio. Es como en las
vacaciones de los proletarios, aunque ella vaya de finolis. Pero no van por ahí
los tiros de su tristeza. Lo de Olivia es como un trauma que se le quedó. En
los flashbacks que la asaltan suponemos que sale ella de joven, incómoda con
una maternidad que la supera, o que la desborda, algo así. Los recuerdos son
extraños, y el presente muy turbio. Es todo confuso y raro. Y en el reloj del
ordenador acababan de darnos la una de la madrugada...
A esas alturas aún no
sabíamos si Olivia tenía uno de esos días o si padecía una enfermedad
diagnosticada en el DSM V. Pero ya nos daba igual. Yo, por mi parte, me quedé pajarito,
piando a T. mi estupor. Muy bajito.
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