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Yo, adicto

🌟🌟🌟

En las mil ficciones de nuestra cinefilia hemos conocido clínicas para desintoxicarse de las drogas, del sexo, de las máquinas tragaperras... También clínicas para curarse de la adición a ciertas ideas políticas que se llamaban -y se siguen llamando- campos de concentración. 

(¿Y qué es, en el fondo, un piso de solterón, o una celda en el monasterio de las montañas, sino clínicas de rehabilitación tras los amores muy perniciosos para la salud?).

Lo que todavía no hemos visto es una clínica especializada en tratar a los yonquis de las series de televisión. Un lugar para sacarnos del vicio a los que superpoblamos las plataformas y nos hemos vuelto tan tarumbas que a veces ya mezclamos lo visto con lo vivido, lo ajeno con lo particular. Y aunque es verdad que al protagonista de “Yo, adicto” le quitan el acceso a cualquier pantalla para que se centre en sí mismo y no se despiste con los estímulos exteriores, la desintoxicación de los seriales siempre será en su caso un objetivo secundario. Un perder pelo que luego volverá a crecer tras la normalidad.

Yo creo que esas clínicas todavía no existen. Y si existen, están escondidas en los bosques perdidos o en las marismas remotas. Las plataformas de pago silencian su existencia para que los adictos no renunciemos a la suscripción o al pirateo gratuito que sin embargo contribuye al boca oreja. Puede que Iker Jiménez ya ha abordado esta conspiración empresarial y que yo -como nunca le veo- todavía no me haya enterado. 

Una serie que tratara sobre la adición a las series sería la metaserie que estábamos esperando. Es como si tu camello te recomendara dejar la droga y emprender el camino recto de la vida. Había un episodio en la última temporada de “Black Mirror” en el que las series ya eran tantas que al final, un día, terminabas por encontrarte con una que trataba exactamente sobre tu vida, paso por paso, cagada por cagada, con un protagonista idéntico a ti que parecía haberte robado la identidad. Será entonces -y solo entonces- cuando ya nos volvamos locos del todo y los ministerios de la salud empiecen a tomar cartas en el asunto.






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Formentera Lady

🌟🌟🌟


Hubo un tiempo en que yo, como José Sacristán en la película, también soñé con ser farero y perderme en una isla lejos de los hombres, y de las mujeres. De todas menos una: la que habría de ser mi compañera de aventura y mi colega en el exilio.

Soñaba con vivir en un acantilado que distara varios kilómetros del pueblo más cercano. Recorrerlos en bicicleta solo cuando necesitara alimentos o medicinas. Tenía hasta un sitio escogido, en la costa asturiana, donde el faro ya era eléctrico y no necesitaba más que una revisión periódica de un técnico motorizado. Lo mío, en aquel paraje brumoso y siempre azotado por las olas, ya era el sueño de un imposible. Pero cuando llegaba el verano yo me entregaba a él como quien se entrega a un sueño reparador que le ayuda a proseguir.

Hubo un tiempo, sí, cuando los fareros todavía eran profesionales que vivían en sus faros, como señores altaneros y encastillados, en el que soñé con llevar la misma vida -exacta, calcada, como si me la hubieran robado mientras dormía- que empujó al personaje de José Sacristán a perderse en la isla de Formentera. De hecho, en la película, José Sacristán conduce un Land Rover con matrícula de León, y es como si me hubieran plagiado hasta la procedencia provincial. Demasiada casualidad, pensé, que este hippy proceda de unas tierras tan poco dadas a salirse por la tangente o a vivir en la marginalidad.

Yo también soñé -y aún sigo soñando, pero ya es un sueño dentro del sueño- con vivir al lado del mar junto a una mujer igual de aventurada y despegada de los hombres. Bajar con ella dos veces por semana al tumulto de la civilización, a socializar en las terrazas para no terminar convertidos en dos gorilas en la niebla. Y al poco, hastiados ya del contacto con los demás, con los amigos ya saludados y las cuentas ya aclaradas, regresar a nuestro refugio para entregarnos como dos bonobos a los amores tórridos o tempestuosos, lánguidos o sudorosos, según las épocas del año y los vaivenes de la salud.





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Libertad

🌟🌟🌟


En la película de Clara Roquet hay libertad, o más bien Libertad, pero no hay comunismo, lo que seguramente agradará mucho a la señora que manda en la capital. Libertad, la adolescente colombiana, pasa el verano en una familia que cuando escucha la palabra comunismo se parte de risa mientras saca la escopeta o llama al asesor fiscal para preguntar por la estabilidad de los mercados.

En esa familia que huelga en su piscina inabarcable -más grande que la piscina municipal que acoge a los parias de La Pedanía- vive una adolescente llena de complejos llamada Nora que verá en Libertad todo lo que ella no es: una chica libre, contestona, desinhibida con los muchachos, que sale de casa cuando le peta y regresa a ella cuando le sale, por mucho que su madre, Rosana, la criada del hogar, rabie y se desgañite con su vocecita de mucama ejemplar.

Libertad, además, es una chica de desarrollo acelerado, de rostro carnoso y curvas levantiscas, y Nora, acomplejada, se pregunta ante el espejo por qué la vida puede ser tan injusta. Por qué el desarrollo embrionario hace que unas sean así y otras asá. Por qué a unas chicas las premia con la belleza y el hechizo, y a otras las condena a la timidez y a la insustancialidad. En este primer verano lúcido de su adolescencia, Nora comprenderá que la vida no siempre es justa, y que está plagada de desequilibrios y sinrazones.

Nora, en su simpleza de adolescente, se considera una desheredada de la fortuna cuando todos sabemos que a la larga ella lleva todas las de ganar. Nora crecerá, medrará, recibirá apoyos innúmeros y tráficos de influencias, mientras que Libertad, que ahora es la reina provisional de la fiesta, la tormenta perfecta de los encantos, terminará deslomando su cuerpo a cargo de un jornal miserable. Ese es el destino más probable para cualquier siervo de la gleba. Pasados los años, Libertad será carne de crápulas y esclava de empresarios, mientras que Nora, a su ritmo, terminará encontrando su hueco en los privilegios de la burguesía.



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