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La balada de Cable Hogue

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“La balada de Cable Hogue” era una de las películas preferidas de mi padre. El lo decía así, tal cual, “Cable Hogue”, y no “Queibol Jou”, como sería menester. Mi padre también decía “Jon Vaine”, y “James Estevart”, y no se ruborizaba en absoluto. Es más: si le corregías no entendía nada. Él simplemente leía lo que ponía en los rótulos. Lo de no pronunciar bien el inglés es una vergüenza posmoderna, muy de gentes ilustradas y del siglo XXI. 

Mi padre trabajaba en el cine Pasaje y veía gratis las películas que allí se estrenaban. Con un sueldo de mierda y un horario de esclavo lacedemonio ése era su único aliciente laboral. Y ni siquiera era una alegría completa, porque siempre las veía comenzadas, quince o veinte minutos después de encenderse el proyector, cuando abandonaba la portería ya confiado en que nadie más iba a comprar una entrada. 

De hecho, cuando yo iba a ver las películas que él me recomendaba, o que la censura de la época me permitía, mi padre me preguntaba por las escenas que él siempre se perdía. Pasaban años antes de que esas películas se estrenaran en televisión y él pudiera recobrar los recortes desclasificados. Era un poco lo de “Cinema Paradiso” con los besos.

Una vez pasaron “La balada de Cable Hogue” por la tele y nos dijo que había que cenar antes de sentarnos a verla. Otras veces, si la película no le interesaba gran cosa, la veíamos entre los platos y las conversaciones. Pero con sus películas preferidas eso era un pecado mortal. Yo hago lo mismo cuarenta años después. El buen cine no es ocio, sino eucaristía sacrosanta.

Recuerdo que la historia de Cable Hogue le sacó una risa tonta y una pequeña amargura. Respecto a sus hijos le daba igual que hubiera tiros sanguinarios o que se viera un poco de pechuga. Lo importante era ver buenas películas. Una vez le pilló un coche camino del trabajo y yo pensé que quizá había visto su futuro en el final de la película. Mi padre odiaba los coches tanto como Cable Hogue, casi tanto como yo, pero lo cierto es que no murió en aquel accidente. Aún vivió algunos años más, de otra dolencia más enraizada, solitario y amargado en su propio desierto.




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Un genio con dos cerebros

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Para ser un genio no hace falta tener dos cerebros. Con uno bien dotado ya basta. De hecho, todos los hombres tenemos dos cerebros y la mayoría somos idiotas perdidos. Esto se debe a que el cerebro A, que es el de la cabeza (me niego a llamarle el principal) suele entrar en contradicción con el cerebro B, que es el del perineo (me niego a llamarle secundario). Si el cerebro A (inicial de azotea) dice so, el cerebro B (inicial de bajos) dice arre, o viceversa, y tal disonancia provoca chisporroteos neuronales, conductas erráticas, imbecilidades que pueden soltarse por vía oral o a través del aparato locomotor. Sea como sea, un destino funesto. 

Las mujeres, con su único y poderoso cerebro, no saben la suerte biológica que tienen. Cuando se vuelven majaras es por otras causas, pero no por esta. Dos cerebros contrapuestos no hay macho de la especie que los aguante.

Luego, en realidad, la película no va de un genio con dos cerebros, sino de un tontolaba que se enamora de un cerebro sin cuerpo, así, mondo y lirondo, por la pura telepatía de los espíritus. El título es una cosa absurda, como toda la película en realidad. Se podría haber titulado “Opera como puedas” o algo así. Te partes el culo con Steve Martin y sus sandeces... 

Pero ojo: a veces, en las comedias más locas se habla de las cosas más profundas. Y aquí, como quien no quiere la cosa, entre chistes idiotas y ocurrencias memorables, se reflexiona casi filosóficamente sobre ese gran mito universal (falso como una peseta de madera) que es la belleza interior. El consuelo más socorrido en la Santa Hermandad de los Resignados. Yo, por ejemplo, presumo mucho de belleza interior para no decir que mi belleza exterior -que tampoco fue nunca para presentarse a un concurso- se me está yendo por el sumidero. 

Cuando el eminente doctor Hfuhruhurr se enamora de la belleza interior más pura que existe (un cerebro dentro de un frasco), no tardará mucho tiempo en buscarle un cuerpo de campeonato para insertarlo en su cráneo y disfrutar del premio doble de la lotería. El cuerpo de Kathleen Turner, por ejemplo. Nos ha jodido, el gachó. 





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