Mad Max: Furia en la carretera
En el valle de Elah
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Viendo “En el valle de Elah” aprendimos que colgar una bandera del revés no es cagarte en la madre patria -al estilo de los satánicos cuando ponen la cruz bocabajo para ciscarse en Jesucristo-, sino dar un grito de ayuda en el campo de batalla. Tommy Lee Jones nos explicó que las banderas se izan así cuando el ejército está sitiado y pide refuerzos a los amigos, o clemencia a los enemigos. O cuando un ciudadano está transitoriamente decepcionado con su país -como le pasa a él al terminar la película- y quiere que los vecinos tengan conocimiento de su cabreo.
Está bien saberlo. Pero eso, claro, solo funciona con las banderas de diseño asimétrico, como la norteamericana de Tommy Lee, con ese rincón estrellado que rompe la monotonía de las barras. También funcionaría con la bandera Australia o de Nueva Zelanda, se me ocurre a vuelapluma. O en Uruguay. Pero no en Japón, por ejemplo, con ese sol rojo que siempre estaría en mitad del amanecer. Y tampoco en España, porque si a la bandera le quitas el escudo del águila o el perifollo constitucional -que vienen a ser más o menos lo mismo en lo simbólico- la dejas simétrica de sí misma con los colores de los borbones.
Lo digo porque los fachas, en estos días tan convulsos, están sacando sus rojigualdas al balcón para ponerlas del revés y así emitir un grito de socorro a los caballeros andantes o a las potencias extranjeras. Más bien a los generales del ejército, a ver si se dejan bigotón y se atreven a sacar los tanques por las calles. Según los fachas, la patria se rompe, se devora a sí misma, y además hay unos bolcheviques en el Parlamento que quieren convertirlo en una cheka para fusilar a mansalva y luego subir los impuestos a los ricos, que es todavía mucho peor.
No sé. A mí me da igual. Yo no tengo ninguna bandera en mi balcón. Una vez pensé en poner la bandera republicana -que es la única legítima- pero luego pensé que vendrían los fachas del pueblo a apedrearme las ventanas. Así que un lío. Prefiero llevarla dentro de mi corazón.
Lo que sí voy a hacer, después de ver la peli, es colgar un póster de Charlize Theron desmaquillada en mi habitación. Y no del revés, claro. Bien derecha. A mis años, sí.
La maldición del escorpión de jade
Los hipnotistas famosos salen con mujeres guapas porque son famosos, o porque ganan mucho dinero, pero no porque sean hipnotistas. La hipnosis es una ciencia falsa y pasada de moda. Un truco de tipos con turbante, o de psicólogos con leontina, que deja asombrados a los niños en el circo, a los crédulos en las consultas, y a los yayos en los programas de la tele, que antes, cuando yo era niño, eran muy frecuentes los números de hipnosis en el prime time, y ahora ya nadie se atreve a programar esos asombros ridículos del siglo XIX.
Si el hipnotismo funcionara, habría hostias, por estudiarlo en la universidad, con una nota de corte que me río yo de los ingenieros de telecomunicaciones, y todos los hipnotistas, televisivos o de feria de pueblo, saldrían con pibones de mareo como Charlize Theron en La maldición del escorpión de jade, sin ir más lejos. O como Helen Hunt, que no es tan explosiva, pero que jolín, ya quisiéramos todos, mujeres así, de mucho tronío, y de mucho merecimiento.
Celebrity
Cuenta la leyenda urbana que Charlize Theron apareció en nuestras cinefilias -porque antes ya había salido en un anuncio de Martini, mojándose los labios – interpretando a una modelo de pasarela en Celebrity, la película de Woody Allen. Pero no es cierto: hoy he comprobado -qué vida más triste, la mía- que su papel en Pactar con el diablo es anterior, haciendo de mujer ninguneada por el imbécil de su marido, el abogado que prefería la otra erótica del prestigio profesional. Pero claro: en la película del diablo, Charlize, aunque era una mujer bellísima, no era polimórficamente perversa, como en Celebrity, que le rozas un codo o un dedo del pie y ya tiene un principio de orgasmo, ni iba por ahí lamiendo las orejas de sus parejas mientras les advierte que va un poco resfriada, y que si no tienen miedo de proseguir con el escarceo… “De ti me contagiaría hasta de cáncer terminal”, le responde el personaje de Kenneth Branagh al borde del desfallecimiento presexual, justo un segundo antes de estrellar su Aston Martin contra el escaparate.
Pactar con el diablo
Más allá de que la trama da para escribir un verdadero tratado sobre la vanidad y la avaricia, y de que Charlize Theron es una actriz que cuando aparece en pantalla te sulibeya con sus perjúmenes y ya casi no te deja ni respirar, Pactar con el Diablo es una película que siempre me ha gustado mucho porque yo, al Diablo, de existir, siempre me lo he imaginado muy parecido a Al Pacino: pequeño, listo, histriónico, visceral, sumamente persuasivo cuando saca el repertorio de sabidurías. Con esos ojos chispeantes y malignos que a veces subrayan el discurso y a veces lo contradicen, dejándote pasmado... Mira que es feo, y canijo, y contrahecho, mi admirado Al, que lo ves un día caminando por la calle y a lo mejor ni te fijas en él, pero cuando pisa las tablas o los sets de rodaje se transforma en un torbellino que es puro fuego y pura intensidad nacida de algún volcán italiano en erupción.
Casi imposible
Recuerdo, en mis tiempos muy enamorados de Natalie Portman, que a veces, mientras fregaba los platos o veía un partido aburrido en la tele, me sorprendía ideando guiones sobre cómo la vida podría reunirnos en una casualidad improbable, de ésas que se dicen “de película”. Una historia tan rocambolesca como ésta que en Casi imposible reúne a Charlize Theron haciendo de Secretaria de Estado con un chiquilicuatre con el desaliño hípster de Seth Rogen. Que ya hay que echarle imaginación y descaro al asunto, digo yo…
Joven y bonita
Cuando allá por la tercera o cuarta cerveza me preguntan por la actriz más hermosa que he visto jamás, yo siempre respondo que Charlize Theron, sin titubear, y comienzo a relatar mi catódico romance con ella, que viene de lejos, más de veinte años de relaciones interrumpidas por sus compromisos y por mis ataduras laborales. Pero en realidad miento, porque la mujer más hermosa de mis virtualidades se llama Marine Vacth, y sólo la he visto en una película, en ésta, Joven y bonita, que lleva un título tan simple como descriptivo. Lo que pasa es que no sé cómo se pronuncia ese apellido centroeuropeo, Vacth, que podría salirme “Bag”, como el de Johann Sebastian, o “Bach”, como el del Butch Cassidy que robaba bancos con Sundance Kid. O incluso decirlo tal cual, “Vacz”, que requeriría un esfuerzo dentolingual de hacer mucho el panoli. Así que prefiero borrar a Marine de la conversación -que no del pensamiento- y tirar por el inglés más pronunciable de Charlize Theron, que yo, modestamente, with my english of provincias, digo Charlís Cerón con mucho énfasis en los agudos, estropeando, seguramente, la más cálida fonética de los sudafricanos.
Aunque la bellísima Marine contaba con 22 años en el rodaje, su personaje, Isabelle, es una chica de 17 años que decide, por causas que no le competen a nadie, y que ella misma tampoco sabría explicar muy bien, prostituirse para los ejecutivos más exigentes de París, que pagan 300 euros de los de entonces para encontrarse con ella en los hoteles más exclusivos de la ciudad. Uno de estos clientes, George, morirá de un infarto fulminante mientras Marine cabalga sobre él, sobrepasado por la excitación de la Viagra. La primera reacción como espectador es pensar que ya de tener uno que morirse, menuda muerte más afortunada la del tal George -como dicen las malas lenguas que fue la del añorado Ramón Mendoza-, enredado entre los brazos y las piernas de Isabelle, que un poetastro diría que era el ángel que le abría las puertas del Cielo. Y sin embargo, tras una pausada reflexión, me parece justo lo contrario: una muerte horrible, desgarradora, apuñalando en el momento más hermoso del sexo, como si la muerte fuese una envidiosa de mierda, una aguafiestas despreciable.
Tully
(Todo lo que viene a continuación es un gran spoiler)
Lo que vienen a contar Diablo Cody y Jason Reitman en Tully -tirando de sarcasmo o de ternura según la ocasión- es que si tienes dos hijos pequeños, un bebé recién nacido, una casa que limpiar y un ajetreo de recados que atender, y tu marido nunca te ayuda porque se pasa el día trabajando fuera, y cuando llega a casa, después de devorar la cena que le has hecho con todo el mimo, o a toda hostia, según el talante con que te pille, se pone a jugar a los marcianitos con sus cuarenta añazos tumbados sobre la cama, y tú le suplicas con la mirada, con indirectas, con vaya día que llevo, cariño, no te lo puedes ni imaginar, pero el tipo no se da por aludido y sigue con los auriculares puestos y el mando de la Play en las manos, y por la noche tienes que levantarte cinco veces para calmar los lloros del bebé mientras él ronca plácidamente su sueño de marido proveedor, entonces, quizá, llegados a ese punto de desgaste, de desaseo personal, de domicilio cochino, de estrés emocional, de depresión inminente, de toma de conciencia de que esto no era el matrimonio prometido, el destino cacareado, quizá, tal vez, la única solución para que tu hombre se dé cuenta de tu ruina y tu desapego, de tu desamparo como mujer y como ama de casa, es volverte loca de remate, adentrarte en la esquizofrenia, crear una amiga imaginaria que eres tú misma a los veinte años e irte con ella de copichuelas a los bares de Nueva York, tan guapísimas las dos, cada una en su estilo, la jovencita y la MILF, a darse una alegría en el cuerpo si no hay mucho gañán en la barra del bar, y luego, al volver a casa, con las dos copichuelas ya citadas recorriendo las arterias, pegarte un buen hostión con el coche para curarte la esquizofrenia de un solo golpe -como Edward Norton se curó la esquizofrenia en El club de la lucha a fuerza de hostias- y yacer desamparada y herida en la cama del hospital para que tu marido -al que sin embargo quieres, porque es verdad que fuera de casa trabaja lo indecible y es un padrazo con los niños- tome conciencia de golpe del profundo desengaño que te carcomía por dentro, y poco a poco, día a día, vaya haciendo el esfuerzo de parecerse a ese “nuevo hombre” que llevan años anunciando las revistas para mujeres pero nunca acaba de llegar, como nunca llegó el Superhombre de Nietzsche, ni el Ser Flotante del año 2001, a no ser uno de esos cónyuges tan cucos y tan prácticos que sólo se crían en los países escandinavos, o en ecosistemas muy reducidos de los países civilizados, casi una especie exótica a la que habría que animar a reproducirse como los osos pardos, o los linces ibéricos.
Prometheus
Cuando en la tele de mi salón me ponen una nave espacial y unos alienígenas que prometen hostias como panes y misterios como embrujos, entro en un estado mental que podríamos llamar de "racionalidad suspendida". Del mismo modo que los argonautas de la nave Prometheus pasaron meses hibernados a la espera de llegar a su destino, mi mente inquisitiva, en las dos horas que dura la película, se queda como dormida, como pasmada, y de pronto es como si me sustituyera el niño que una vez fui, con las piernas colgando en el sofá, incapaz de ponerle un pero a estas aventuras de seres humanos que buscan el origen de nuestra especie en un planeta muy lejano. Como Darwin a bordo del Beagle, hace dos siglos, pero a mucha más velocidad, y con ordenadores sofisticados en lugar de cuadernos de notas.
Llámame Peter (The life and death of Peter Sellers)
Young adult
En Young adult, una escritora neurótica, treintañera urbana a punto de asomarse al abismo de los cuarenta, decide regresar al pueblo para reconquistar a su antiguo novio y sentar la cabeza junto a él. Harta de la vida disoluta que lleva en la ciudad, sueña con una existencia más sencilla y ordenada, alejada de los ritmos diurnos, y de las tentaciones nocturnas, que poco a poco la van volviendo loca.