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Doctor Portuondo

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Mi ejemplar de “Doctor Portuondo” lleva más de dos años secuestrado en la biblioteca de una ex amante. A veces, en las horas más tristes del día, me pregunto qué será de él, junto a los otros rehenes infortunados, en esas estanterías que seguramente ahora recorre otro dedo masculino mientras musita: “Qué interesante es todo esto...”. Hay que joderse. 

Qué tiene que sentir -o mejor dicho, no sentir- una mujer que se apropia de mis libros y luego se queda tan oreada, o tan pancha, como ella decía. Qué le pasa por la cabeza -o qué no le pasa- cuando los descubre allí quitando el polvo o buscando otros libros para leer. ¿Se encoge de hombros? ¿Se ríe como una malvada? ¿Le importa todo tres cojones y medio? Da igual... Como nunca les puse ex libris creo que no los puedo reclamar en la comisaría. La verdad es que nunca he sabido cómo va este asunto de los libros robados a las ex parejas: qué coño libros retenidos, o secuestrados. 

Aquel libro fue mi primer acercamiento a este neurótico tan peculiar llamado Carlo Padial. “Doctor Portuondo” tenía grandes hallazgos y varias pajas mentales carentes de interés, pero mi ex lo descubrió un día en mi biblioteca y se lo echó al morral porque, según me dijo en ese momento, le interesaban mucho las cosas relacionadas con la psiquiatría. Hay que ser un imbécil como yo para no comprenderlo todo de sopetón.

Tras el robo, Carlo Padial quedó reprimido en mi subconsciente hasta que hace poco, en la radio, Berto Romero recomendó su podcast emitido desde Marte. De pronto me acordé de mi libro y me pudo la curiosidad de saber qué había sido de Carlo Padial tras aquellas sesiones de psicoanálisis con el doctor Portuondo. Fue así como llegué, con mucho retraso, a esta serie que versiona alegremente lo que en aquel libro se contaba. 

Porque a mí, como a mi ex, también me interesan mucho las cosas de los psiquiatras, pero por motivos ajenos a los suyos. Yo voy tras la exégesis perpetua del psicoanálisis, que es esa sabiduría que mi abuelo Sigmund enseñaba a los gentiles para aportar luz sobre nuestro eterno conflicto con el antropoide interior. El deseo sexual enfrentado a la razón.





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Mantícora

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De pequeños nos explicaron que se podía pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Pecar de palabra, por ejemplo, era mentir o cagarse en Dios; pecar de obra era hacerse pajas o sisar cinco pesetas del monedero; pecar de omisión era no impedir que alguien cometiera precisamente un pecado; y pecar de pensamiento era mantener encendida la bombilla de los malos deseos, que en realidad ni se encendía ni se apagaba porque carecía de interruptor. Salvo en las almas muy puras y en los hipócritas consumados, el pecado mental es un runrún que nos acompaña desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Y a veces, incluso, continua dando po’l culo en los sueños, adoptando disfraces que el abuelo Sigmund fue el primero en denunciar.

Yo, por supuesto, peco mucho en cualquiera de las cuatro categorías. La lista sería muy larga, extensa de cojones, pero también es verdad que sería muy poco original: no tengo -creo- ninguna perversión inconfesable, ningún proyecto psicopático. Mis deseos sexuales viven dentro de la legalidad vigente y carezco del poder de hacer reales mis fantasías más vengativas. Aunque soy un bolchevique irredento, soy un pecador corriente y moliente, de segunda o tercera división. Un pecador de la pradera, que decía Chiquito de la Calzada. 

Lo más inconfesable que se me ocurre es que cuando un hijoputa pasa con la moto por delante de mi casa, a escape suelto y sin respetar el límite de velocidad, deseo que se estrelle contra el poste más cercano y le pasen cosas muy serias en el organismo. Quién tuviera, ay, el superpoder de la telequinesia en la punta de la frente... Pero nada más. Hasta ahí llega mi pecado cognitivo más mortal y condenable. Nada que ver con la podredumbre de este cejijunto que protagoniza “Mantícora”, yvque lleva dentro a un monstruo lascivo y desordenado. La novedad teológica que plantea la película es que quizá exista una quinta categoría del pecado gracias a las nuevas tecnologías. ¿Cómo denominarán, en el próximo concilio vaticano, a estas indecencias que se practican con un ser creado por ordenador?



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Diecisiete

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A los diecisiete años yo era un gilipollas agazapado entre libros, y extenuado entre pajas. Tampoco había tiempo para otras cosas, ni opciones para otros desahogos. Los curas nos apretaban las clavijas con mil exigencias diarias para luego clavar el examen de Selectividad y hacernos hombres y derechos en alguna carrera de las que otorgaban prestigios y dineros.  Y las chicas… Las chicas estaban demasiado lejos para apretarnos cualquier clavija. Se sentaban a nuestro lado, pero habitaban en otro planeta. Nosotros interactuábamos con su holograma, con su espectro amable pero distante. Ellas depositaban su amor y su carne en tipos que estudiaban en los institutos públicos: los macarrillas con moto, los rockabillys ridículos, los chulitos de mi propio barrio que no sabían hacer la o con un canuto pero ya se los fumaban a escondidas, y que ya presumían, con una sonrisa ahostiable, de haberse estrenado en el Asunto, y hacer serios avances en su práctica. Hombres de verdad que eran la envidia cochinera de todos los que vivíamos subyugados por una religión que no era la nuestra. Por una pacatería que nos volvía tan imbéciles y tan poco atractivos.



    Pero tampoco quiero echar balones fuera. Echarle la culpa al sistema, o a la ceguera de las muchachas. A los diecisiete años uno tenía muy poquitas cosas que ofrecer. Casi como ahora, si no fuera por el disimulo de las canas, y la verborrea de la cultura.  Comparado con este delincuente tan poco común de la película, mi yo de hace treinta años es como si perteneciera a una especie inferior, incapaz de manejar herramientas, de resolver problemas de supervivencia, de enfrentarse a quien te toca las narices con un gesto de orgullo alzando la barbilla. Qué habría hecho yo, solo en el mundo, enfrentado a la vida real, y no a la vida doméstica del estudiante sobreprotegido, o del tontolaba de nacimiento, que todavía no lo sé fijo. Debería pagarme unas buenas sesiones con el psicoanalista para resolver estas dudas, ahora que están tan desprestigiados, porque intuyo -y si no, no conozco al género humano- que la gente les rehuye porque descubren la verdad, y ya nadie paga por escuchar la verdad.



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