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Corazón salvaje

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El mes pasado, en la revista de cine, los críticos hicieron una votación sobre David Lynch y eligieron “Mulholland Drive” como su película más incontestable. Somos muchos los que opinamos que así es. Nada que objetar. 

Sin embargo, mi película preferida de David Lynch es “Corazón salvaje”. Parece contradictorio, pero no lo es. En mi cabeza ambas ideas coexisten con normalidad. Ante “Mulholland Drive” yo me quedo boquiabierto, perturbado, desafiado por enésima vez a interpretarla. Me fascina. Pero ante “Corazón salvaje” se me asalvaja el corazón y eso es un sentimiento que me eleva sobre la butaca. Me transforma y me pervierte. Y me divierto como un enano.

“Corazón salvaje” es imperfecta, desmadrada, pero yo camino feliz sobre el camino de baldosas amarillas. Viendo a Sailor y a Lula me convierto durante dos horas en el otro yo, el que nunca fui y ya nunca seré: el chulo insufrible que recorre las carreteras con la chica más cañón del ecosistema. Bajo estas gafas de empollón y este aire de jesuita involuntario siempre hubo alguien que quiso ser un gamberro admirado y un guaperas irresistible. Es mucho mejor sentirse deseado que respetado. Envidiado que saludado. Amado que querido. Parece una canción de Serrat, ya lo sé.

“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo dice Lula en un descanso poscoital y es la definición más exacta que he oído nunca sobre cómo somos los humanos. Todos defendemos lo nuestro con uñas y dientes y además somos raros de cojones... No hay nadie que se salve a poco que mires con atención o el tiempo suficiente. “Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”: lo tengo puesto como carta de presentación en mis mundos virtuales. Es al mismo tiempo un aviso y una constatación. 

“Corazón salvaje” es una metáfora muy loca sobre la vida. Viene a decir que vivimos rodeados de perturbados y que conviene fugarse muy lejos con la chica de nuestros sueños. Poner tierra de por medio y disfrutar al máximo de una locura compartida. Y cuando ya estemos muy lejos, pararse a comprar, en una tienda del camino, una chaqueta molona que nos defina como individuos.





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