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La fiebre

🌟🌟🌟🌟


A mí, como a todos los hombres, hay mujeres que me gustan y mujeres que me ponen. Son conceptos diferentes. Las que me gustan nos gustan a todos. Pertenecen a la belleza canónica que procede de los genes y determina las simetrías y los contornos. Ellas son las modelos de Victoria’s Secret, las actrices de relumbrón, las dependientas que amenazan con perfumarte en la primera planta de El Corte Inglés... Decir que están buenas (con perdón) o que son guapas es una redundancia lamentable. Por eso están ahí y no tu vecina de enfrente. 

Sin embargo, las mujeres que me ponen, que nos ponen, ya son otro cantar. A veces pertenecen a la belleza normativa y a veces no. Aquí el gusto es más subjetivo. Ana Girardot, por ejemplo, me pone cantidad. Me sulibeya. Es guapa pero no goza del consenso general. A mi amigo no le dice demasiado, y a mi hijo -que me pescó el otro día viendo la serie entre penumbras- tampoco le altera los biorritmos. Ana Girardot, por fortuna, es mía y sólo mía. Cada vez que parece en “La fiebre” a mí también me entra la calentura. Y el calentón. Siento un temblor sísmico en los cimientos. 

(Acabo de descubrir que en Movistar + dan otra película suya en la que hace de prostituta de postín. La crítica dice que es una mierda, pero yo no voy a resistirme). 

Mi problema mayúsculo, la disonancia cognitiva, es que Ana Girardot en “La fiebre” hace de hija de puta redomada. Es la nazi de la función. La periodista de ultraderecha dispuesta a llevar a Francia a la guerra civil enfrentando a hombres con mujeres y a nativos con inmigrantes. Es una tipa peligrosa. Con ella yo no podría estar más de quince días en las islas Seychelles, de vacaciones eróticas, sin intercambiar apenas palabra para no romper la convivencia.  

Su rival en la pelea política, en cambio, ya no me pone tanto, pero es un encanto de mujer. Es algo feúcha, pero es inteligente, lista, resabiada... De izquierdas como Dios manda. Comparte mi pesimismo fundamental sobre la gente. Con ella yo no me iría a las Seychelles, pero sí a compartir apartamento. Hablar con ella tiene que ser una experiencia y un desafío. Si el roce hace el cariño, el cariño también hace el roce. Todo llegaría.





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