Life's too short
The Crown. Temporada 4
🌟🌟🌟🌟
Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés,
concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que
a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que
se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en
el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate
lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel
y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el
príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor
del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa,
y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas
en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más
ricos todavía, también lloran.
Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué
orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido
en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero
lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es
comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de
León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en
sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus
amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury,
sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo
el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de
oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los
machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el
sofá.
Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto
soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los
contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que
es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en
disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor,
retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien
que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan
plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.
El club de la lucha
🌟🌟🌟🌟🌟
Los que en El club de la lucha sólo vieron la
violencia del club de la lucha, no entendieron nada de la película, o no lo
quisieron entender. Se quedaron con quince minutos de metraje y luego salieron en tropel a denunciar el cine
moderno, el exceso violento, la influencia malvada de Quentin Tarantino. Hubo hasta
psicopedagogos que salieron a la palestra a soltar su monserga, como si las personas
cabales llevaran a sus retoños a ver una película así. Y a la que no es cabal y
los llevó, ya le puedes cantar misa en latín. Los críticos del establishment dijeron
que la película de Fincher era un videoclip, una cosa pre-fascista, una provocación
gratuita... Corría el año 1999, yo acababa de ser padre, y comprendí que ya nunca pertenecería al club de la cinefilia
oficial.
El club de la lucha habla de las dos revoluciones pendientes que nunca podremos consumar: la social y la personal. Demoler los centros financieros y parecernos a Brad Pitt cuando nos miramos al espejo. Dos afanes imposibles que además ya nos pillan algo mayores, sobre todo si uno no quiere pasar a la clandestinidad para lo primero, ni pasar por las mil jodiendas de la cirugía plástica para lo segundo. Edward Norton, en la película, al menos logra cargarse unos cuantos edificios emblemáticos, porque aun siendo cosa inverosímil esto de organizar la sublevación bolchevique en las catacumbas de la noche americana, es mucho más fácil que torcer la voluntad férrea de nuestros genes, que se empeñan en sacarnos el pelo canoso, y los ojos oscuros, y la barriga fofa, y la sonrisa triste, tan alejados de esa estampa del bello Brad Pitt al que todo le sale rubio, estilizado, alegre, casi divino.
No me extraña que al final Edward Norton se lo cargue de un tiro, tan pluscuamperfecto y meticón. Y tan inteligente, y tan peligroso, porque Tyler Durden no es sólo guapo, y soñador, y follarín de envidiar hasta el verdín, sino que además es la puñetera voz de la conciencia. El memento mori. El Pepito Grillo. El tipo que arremete contra nuestra comodidad y nuestra cobardía. El que nos recuerda que no hay nada en realidad, que todo es vacío, y que quizá habría que vaciarlo todo para comprenderlo cabalmente.
The Crown. Temporada 3
La tercera temporada de “The Crown” empieza con una relación condenada al fracaso que al final termina bien. La primera vez que el primer ministro Harold Wilson visita el palacio de Buckingham, la reina Isabel le recibe con la antipatía que se merece un socialista que viene a tocarle un poco las narices. La reina, por supuesto, se siente más cómoda con los ministros conservadores, que no amenazan los presupuestos de la casa real, y además comparten su afición por los caballos, la caza del zorro y el whisky de malta en la sobremesa. Harold Wilson, además, llega al poder en plena crisis de los espías infiltrados -Kim Philby y su alegre pandilla-, y hay quien asegura que Wilson trabaja en secreto para los soviéticos, y que en dos meses Inglaterra va a convertirse en un satélite de Moscú, y que los Windsor van a ser desterrados a una isla del Pacífico -de la Commonwealth, eso sí- a picar piedra y a recoger cocos en la playa.
El discurso del Rey
Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”, pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…
Regreso a Howards End
Marx dejó escrito en sus profecías que la primera revolución estallaría en Gran Bretaña o en Alemania, porque sólo allí, en los países industrializados, los obreros constituían una masa crítica que haría explotar la bomba como átomos de uranio bien apretujados. El resto de Europa, España incluida, era un territorio feudal que se dedicaba a la agricultura, a la manufactura chapucera y a la misa del domingo en las iglesias donde los curas ya advertían del peligro de los rojos, y explicaban a sus feligreses que el compromiso de Jesús con los pobres sólo era una metáfora de los evangelistas -los “pobres de espíritu”, o los “pobres de corazón”- nada que ver con las miserias materiales ni con la esclavitud de los trabajos. Que el fantasma que recorría Europa finalmente se hiciera carne y fuego en la Rusia ignota de los zares, vino a decir que Marx era un gran pensador y un gran economista, pero que en cuestiones de futurología quedaba a la altura poco respetable de Michel de Nostradamus. Pero quién iba predecir -eso hay que concedérselo- el empecinamiento estepario del señor Vladimir, el exceso sanguinario de la I Guerra Mundial, el agusanamiento de la carne en las cocinas del acorazado Potemkin…
Big Fish
Poderosa Afrodita
En Poderosa Afrodita, Lenny y Amanda adoptan un hijo de madre desconocida al que llamarán Max. Lenny es un afamado reportero deportivo; Amanda, una exitosa galerista de arte. Ambos son personas cultas e inteligentes, neoyorquinos de clase alta que viven en un céntrico apartamento repleto de libros. Max, sin embargo, exhibe una inteligencia impropia superior, de superdotado. Amanda acepta este hecho como un regalo de la fortuna, y decide no darle más vueltas, pero Lenny, intrigado, necesita saber. Cuando contempla los juegos de Max en el salón, una parte de él sonríe complacido, y otra rumia una duda que le carcome las entrañas. ¿De dónde habrá salido ese crío inteligentísimo? ¿Quién es la madre que lo entregó en adopción? ¿Quién es el padre que vive escondido en la mitad de esos genes prodigiosos?
“Los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo”.