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En el colegio, cuando estudiábamos las guerras de religión, yo
siempre iba contra los católicos y a favor de los rebeldes. Para mí el Papa
era como Darth Vader, y cualquiera que se enfrentara a él se convertía en el
héroe de la película. Católicos eran -y furibundos, y además muy fachas- los Maristas
que nos auguraban el infierno, y nos prevenían contra el socialismo, así que yo,
en buena lógica, quizá no teológica, pero sí muy consecuente, intuía que las gentes
de bien, más serenas y epicúreas, más amables con la vida y con el reparto de
la riqueza, estaban en el otro bando: en la lado correcto de la historia, concretamente,
que dijo el otro día la Tonta del Bote.
Si estudiábamos las andanzas imperiales de los Austrias, yo
iba a muerte con los luteranos; si estudiábamos las guerras en Francia, yo iba con
los hugonotes; si la escisión de la iglesia anglicana, con Enrique VIII; si las
Cruzadas en Tierra Santa, con Saladino; si el Imperio Romano, con Nerón y su
lira; si la revolución mexicana, con los anticlericales; si la revuelta de
Solidarnosç, con el general Jaruzelski. Y si la Guerra Civil española, por
supuesto, con la II República.
La única guerra en la que yo siempre he ido con los católicos
es la irlandesa. Hablo, por supuesto, de su independencia del Imperio
Británico. Y mira que yo, por tradición cultural, debería ir con la pérfida
Albión. Ellos inventaron todas las maravillas del mundo moderno: el fútbol, el
snooker, la puntualidad, el punk, el fenotipo de Kate Moss... Pero una vez, de
joven, vi El hombre tranquilo en la tele, y me enamoré de Innisfree, y de su pelirroja más preciosa y malhumorada, y
desde entonces, Irlanda es el sueño de mi vida, mi Paraíso Terrenal. La tierra
mítica no de mis ancestros, pero sí de mis imposibles descendientes.
Además, viendo Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan,
he comprendido finalmente -y espero que no sea demasiado tarde- que el dios de los
católicos es el único verdadero. Que Shane MacGowan, con todo lo que se ha metido, y todo lo que ha excretado, haya llegado vivo a la
frontera de la jubilación, es un milagro tan portentoso que me río yo de lo
sucedido hace dos mil años, a orillas del Tiberíades.
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