Aunque a veces nos parezca lo contrario, en el mundo de la
política no existen más estúpidos que en nuestro contexto laboral o familiar. O
vecinal. O parroquiano. Carlo Cipolla, el eminente estupidólogo que dejó
escritas las leyes fundamentales de la estupidez, tan importantes para el
desarrollo de la humanidad como las leyes de Newton, explicaba que el porcentaje
de estúpidos es siempre el mismo mires donde mires, viajes donde viajes. Que no
importa la edad, el género, la formación, el escalafón ocupado en la sociedad...
Los estúpidos son una lacra que lo mismo carcome un Consejo de Ministros que un
claustro de profesores, o que una discusión en el bar sobre un gol anulado por
el árbitro. Y cuando hablamos de una discusión en Facebook ya ni te digo...
Los estúpidos lo mismo tienen acceso a la regadera de una
huerta que al botón nuclear de los misiles. La estupidez -enseñaba Cipolla- es
líquida, escurridiza, universal. Y, sobre todo, muy dañina, porque los malvados,
al menos, obtienen un beneficio del mal que provocan, y de algún modo perverso
mantienen el equilibrio en la Fuerza, el saldo neutro de la energía, pero los
estúpidos, embotados en su propia estupidez, se dedican a joderlo todo sin
obtener réditos personales, en un juego demencial que todo lo pervierte y todo
lo desmorona.
Sobre la estupidez infiltrada en las altas esferas, Stanley Kubrick
rodó hace sesenta años una comedia insuperable que se titulaba Teléfono Rojo:
Volamos hacia Moscú, donde una acción coordinada entre los estúpidos habituales
y los locos de remate nos mandaba a freír espárragos en las fogatas del uranio.
Yo creía que esta película se quedaría así, única en su especie, hasta que un
día, siguiendo la pista a estos dos tipos corrosivos que son Armando Ianucci y Simon
Blackwell, me encontré una botella de ácido mezclado con veneno que ponía In
the loop en su etiqueta. Una comedia en la que no paras de reírte y sin
embargo no tiene ni puta gracia, porque cada sonrisa que te saca, cada
carcajada que te arranca, se queda congelada al instante, en un escalofrío
invernal y premonitorio.
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