De las primeras cosas que aprendes en la Facultad de Cinefilias es que Robert de Niro, para encarnar a Jake LaMotta jubilado, engordó casi
treinta kilos para que el papo se le descolgara y la barriga le reventara los fracs
de cuentachistes. Un autodestrozo del cuerpo que luego repitieron muchos otros con mejor o peor fortuna, pero siempre recordando que el pionero,
el que lo dio todo por ganar un Oscar, o simplemente por planchar un papel como
Dios manda, fue el gran Bobby de Niro. Su lunar en la
mejilla, sin embargo, se le quedó tal cual, ni más ancho ni más gordo que antes, tan sano como una
ciruela.
Lo que nunca nos han explicado bien es cómo Jake LaMotta
-que escribió estas memorias tan jugosas y que incluso asesoró a
Robert de Niro en los asuntos pugilísticos- tuvo la osadía, o la desvergüenza,
o la absoluta indiferencia de sus santísimos, de permitir que el gran público
conociera su faceta impresentable de ciudadano, de cuando se bajaba del ring y
tenía que lidiar con las cosas que lidiamos todos: la familia, y la señora, y
los gastos... Aunque en su caso, la verdad, no existe otra faceta distinta a la
del boxeador, porque LaMotta todo lo arreglaba a hostiazos, sin distinguir lo
que era el oficio y lo que era el tiempo libre, lunático y paranoico, y lo
mismo le arreaba un puñetazo a la señora porque sospechaba de un adulterio, que
le partía la cara a su propio hermano por sospechar que era él quien se la beneficiaba.
Y luego, en Toro salvaje, está lo puramente
pugilístico, la otra transformación corporal de Robert de Niro, convertido
ahora en un tipo musculoso, de abdominales aznarianos, que a decir de los
expertos da el pego cantidubi en las escenas de combate. Pues bueno... Yo ahí
ni pincho ni corto. Dios me llamó por los caminos indirectos del boxeo, que son
las películas que lo retratan, pero no por el boxeo en sí mismo, crudo de
moratones, y rojo de salpicaduras. Quizá porque de niño, en mi casa, el boxeo era
un deporte que sólo poníamos en la tele para ver alguna pelea de Roberto Castañón,
el peso pluma leonés que era campeón de Europa y nunca pudo serlo del mundo.
Una vez, de chavales, en la piscina municipal de la Palomera, un amigo mío dijo
que el socorrista -un tipo fornido y bigotudo- era él, Castañón, pero nadie se
atrevió a acercarse para preguntárselo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario