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En realidad, si lo piensas bien, El vecino es un remake
a la española de Friends, justo ahora que los americanos preparaban su
vuelta, o ya habían vuelto, no sé, en forma de serie, o de programa especial,
que tampoco me aclaro, la verdad, porque ya me da igual, tan viejuno y tan roussoniano
todo, to er mundo e güeno, y guapo, y todo ese rollo de la propaganda... El
planeta catódico pendiente del regreso de la tonadilla diabólica -I’ll be
there for you, molona la treinta primeras veces y carne de hoguera a partir
de ahí- y vienen estos chicos y chicas de Usera para entregarnos otra ficción
que básicamente transcurre en dos pisos de treintañeros y un terreno neutral que
es el bareto de la esquina, donde protagonistas y secundarios dirimen los
asuntos comunes, y los amores pendientes.
Como esto es Usera, ya digo, y no Nueva York, y mucho menos
el Nueva York de aquellos grandes pijos y aquellas pijas egregias, todo lo que
sale en El vecino es como más cutre, o más aceitoso, pasado por el
filtro de la crisis económica y de los alquileres por las nubes. Las chicas
madrileñas no son feas, pero son bellezas más corrientes, de andar por casa, y
los chicos, en fin, uno es medio lelo y el otro medio paleto, y follan como cien
veces menos que sus emulados de Norteamérica. Y el bar, pues eso: un bar cañí,
nada que ver con el Central Perk de los sofás y los cafés como cuencos soperos:
un bar a la nuestra, con sus cervezas, sus bocatas de tortilla, su tragaperras
en la esquina, sus huesos de aceituna y su borrachuzo al final de la barra, preguntándote
si tú eres Titán y si tienes un euro que te sobre para convidarle.
Un bar de esos de arreglar el mundo a golpe de exabrupto, y de pónme otra, y para una vez, ¡cachis diez!, que un par de parroquianos tienen el poder verdadero de cambiar las cosas, superhéroes de la galaxia y elegidos para la gloria, resulta que se pasan los episodios discutiendo quién tiene la polla más larga, o los ovarios más grandes, gilipollas, merluza, vete a tomar por el culo, te quiero, y yo a ti...
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