🌟🌟
Empiezo a ver Cruella en el ordenador -sí, en el
ordenador, pirateada, tumbado tan ricamente en la cama, porque a ver quién es
el guapo que se mete en un cine rodeado de adolescentes con teléfonos móviles-
y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué coño estoy viendo Cruella.
En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero
el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o
atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la
película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por
supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco,
veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas
risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese
rollo.
Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y
la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica
dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!,
allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la
hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!,
Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa,
haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como
la medida de su alma, supongo.
Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije
digo, o viceversa, y puse Cruella en el ordenata para dejarme llevar por
el artificio americano y el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables
en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada,
comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era
demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una
mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada,
algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué el ordenador y me puse a leer para
conciliar el sueño. En mis párpados cerrados todavía flotaba la
belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.
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