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No sé a qué viene tanto escándalo, la verdad, porque nosotros
nos pasábamos la vida aplicando códigos rojos en el colegio. Y no: tampoco venían
en ningún libro de texto, ni en un reglamento de régimen de interior, como
quería demostrar Kevin Bacon en el juicio, que hay que ser gilipollas de
remate, el jodido Footloose...
El código rojo estaba en el aire, en el derecho consuetudinario
de los patios. Se venía aplicando desde tiempo inmemorial, desde la época de
los romanos, supongo, cuyo colegio estaba bajo el nuestro, a diez o quince
metros de excavaciones. Nosotros no lo llamábamos “código rojo”, ni de ninguna
manera; no teníamos un nombre para definir el castigo colectivo que se aplicaba
sobre un tontolaba que perjudicaba la marcha del grupo. Ese tolili que cuando
el profesor decía: “Al próximo que se ría, castigo general”, se reía; ese mentecato
que cuando la seño decía: “Si vuelvo a oír el chirrido de una silla, no salimos
hasta las seis”, movía la silla porque le quemaba el culo en el asiento, o simplemente
por joder, porque era tonto de remate, o ya hacía prácticas para la sociopatía
política en el PP. Ese mamonazo que cuando el director entraba en clase y todos
nos poníamos de pie, él se quedaba sentado, perdido en Babia, o en la Inopia, o
mirando a las apabardas, y entonces, cuando el director terminaba de
comunicarnos lo importantísimo que venía a decirnos, le decía bien alto al tutor
o a la tutora: “Que me escriban cien veces, TODOS, por culpa de aquel señorito
-y le señalaba con un golpe de mentón- “Debo levantarme cuando el señor
director entra en mi aula porque así son los caballeros maristas, gente educada
y respetuosa”, y nosotros, hasta que el dire salía por la puerta, conteníamos el gesto,
pero cuando se perdía por el pasillo mirábamos al chiquilicuatre con cara de odio
apenas contenido.
Luego, en el recreo, nos reuníamos en corrillos, y nos
cagábamos en sus muertos, y decíamos: “Éste se va a enterar...”, y le aplicábamos
el código rojo de no dejarle jugar el partidillo, de impedirle cambiar los
cromos, de no chivarle nada en el próximo examen en el que se viera apurado.
Sí, yo también ordené algún código rojo en mi mocedad, como el coronel Jessep
en la película.
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