El irlandés
Uno de los nuestros
🌟🌟🌟🌟🌟
Alejandro, mi hijo, alias
“El Retoño”, es uno de los nuestros. De Eddie y mío, que esperábamos su llegada
como agua de noviembre, a ver si se acaba la sequía. Alejandro es un goodfellas de
verdad. El que faltaba en la pandilla. Tendríamos que hacer otro cartel igual
al de la película -ese mítico de Pesci, De Niro y Ray Liotta- pero con nuestras
tres caras sobre el fondo de negrura. En el medio Eddie, por deferencia; a la izquierda
yo, por ser un gran pecador; y a la derecha Alejandro, que sin ser ningún
santo vivirá a la diestra de Dios Padre, dentro de muchos años.
Pero nos faltaría Noa,
claro, su perrita, que es como la cuarta dimensión, tan rara y cariñosa como
es. Noa, en nuestro póster familiar, podría hacer del muerto que aparece bajo el puente de
Brooklyn. No porque la odiemos, sino para imitar la composición. Una cosa
artística nada más. Ese muerto, por cierto -acabo de darme cuenta 32 años
después, y al menos 10 visionados entusiastas- no sale en la película, y quizá siga
siendo la única pega que pueda ponerse a este clásico ejemplar.
A Alejandro le ha gustado
algo menos que a mí porque él vive en otra generación, y en otro modo de narrar. La
adrenalina de “Uno de los nuestros”, que para mí es la dosis exacta, a él le
resulta insuficiente. Quise tener un hijo pronto para que el abismo
generacional no se convirtiera en distancia kilométrica. Y lo cierto es que la idea ha ido funcionando . Pero el cine va a toda hostia por la carretera, como
cantaban Los Ilegales, devorando las convenciones.
Alejandro y Noa, que son nuestra “famiglia” en La Coruña, no han llegado en el mejor de los momentos. Uno anda cabizbajo, remolón con las rutinas. Se han juntado muchos otoños de sopetón. Hasta la crisis del Madrid pone su palito en la rueda cotidiana. Y además hace nada nos cambiaron la hora, que es un regalo traidor, porque duermes una hora más pero al día siguiente se te hace de noche en un pispás.
El reencuentro de ayer fue raro, sombrío, de confesiones de sobremesa, pero hoy hemos retomado la rutina familiar: el paseo, y la caña, y la película que nos agolpa en el sofá. Humanos y perros en un totum revolutum.
Mi primo Vinny
🌟🌟🌟
No conozco mucha gente que haya visto “Mi primo Vinny”. O que
al menos la recuerde. No, desde luego, en esta cinefilia de provincias que yo
habito. Sin embargo, cualquier cinéfilo de tres al cuarto recuerda la polémica
del Óscar concedido a Marisa Tomei. Yo mismo soy el ejemplo viviente de esta
incongruencia. De esta pereza que ya duraba treinta años desde el estreno.
Y no es que la peli sea gran cosa, pero jolín. Sale Joe Pesci
haciendo de sweet Joe Pesci, y eso es un espectáculo quizá no tan grande
que ver al ungry Joe Pesci, pero joder: es un espectáculo. La historia es
una memez, pero te ríes, y te encuentras con Ralph Macchio cuando descendía de
la fama. Y sale Herman Monster haciendo de juez del condado, que es una cosa de
mucha nostalgia de los sábados por la mañana.
Y sobre todo -que es a lo que íbamos- sale Marisa Tomei, en
uno de esos papeles secundarios que se comen la pantalla. Y que por minutaje yo
casi diría principales. Cosas de los americanos, que también miden el tiempo de
los relojes en grados Fahrenheit. Marisa Tomei está divertida, espléndida,
guapísima. As always. De hecho, prometí ver la película cuando me la encontré
el otro día en un episodio de “Seinfeld”, rechazando los amores de George
Costanza, su más rendido admirador. De pronto, mientras me descojonaba del
pobre George, recordé todo aquel asunto
de Jack Palance abriendo el sobre, dudando un momento y pronunciando el nombre
de Marisa para sorpresa de las grandes damas que optaban al premio: las
británicas, y las chicas de Woody Allen. Marisa Tomei no era nadie en 1993. Parecía
la opción de relleno en las nominaciones y mira tú...
Sobre aquello se ha dicho de todo: que Jack Palance estaba borracho;
que no veía bien la tarjeta; que había apostado con sus amigos que iba a decir
el nombre que a él le diera la gana. A saber. Lo cierto es que Jack Palance era
un cowboy con problemas de alcoholismo. Pero da igual. Marisa Tomei se come la
pantalla. No creo que fuera injusto. Pero sí lo fue, el tiempo ha hecho
justicia con su papelón. Que los dioses la sigan conservando en ese formol
maravilloso que no venden en ninguna farmacia de la Tierra.
Toro salvaje
De las primeras cosas que aprendes en la Facultad de Cinefilias es que Robert de Niro, para encarnar a Jake LaMotta jubilado, engordó casi
treinta kilos para que el papo se le descolgara y la barriga le reventara los fracs
de cuentachistes. Un autodestrozo del cuerpo que luego repitieron muchos otros con mejor o peor fortuna, pero siempre recordando que el pionero,
el que lo dio todo por ganar un Oscar, o simplemente por planchar un papel como
Dios manda, fue el gran Bobby de Niro. Su lunar en la
mejilla, sin embargo, se le quedó tal cual, ni más ancho ni más gordo que antes, tan sano como una
ciruela.
Lo que nunca nos han explicado bien es cómo Jake LaMotta
-que escribió estas memorias tan jugosas y que incluso asesoró a
Robert de Niro en los asuntos pugilísticos- tuvo la osadía, o la desvergüenza,
o la absoluta indiferencia de sus santísimos, de permitir que el gran público
conociera su faceta impresentable de ciudadano, de cuando se bajaba del ring y
tenía que lidiar con las cosas que lidiamos todos: la familia, y la señora, y
los gastos... Aunque en su caso, la verdad, no existe otra faceta distinta a la
del boxeador, porque LaMotta todo lo arreglaba a hostiazos, sin distinguir lo
que era el oficio y lo que era el tiempo libre, lunático y paranoico, y lo
mismo le arreaba un puñetazo a la señora porque sospechaba de un adulterio, que
le partía la cara a su propio hermano por sospechar que era él quien se la beneficiaba.
Y luego, en Toro salvaje, está lo puramente
pugilístico, la otra transformación corporal de Robert de Niro, convertido
ahora en un tipo musculoso, de abdominales aznarianos, que a decir de los
expertos da el pego cantidubi en las escenas de combate. Pues bueno... Yo ahí
ni pincho ni corto. Dios me llamó por los caminos indirectos del boxeo, que son
las películas que lo retratan, pero no por el boxeo en sí mismo, crudo de
moratones, y rojo de salpicaduras. Quizá porque de niño, en mi casa, el boxeo era
un deporte que sólo poníamos en la tele para ver alguna pelea de Roberto Castañón,
el peso pluma leonés que era campeón de Europa y nunca pudo serlo del mundo.
Una vez, de chavales, en la piscina municipal de la Palomera, un amigo mío dijo
que el socorrista -un tipo fornido y bigotudo- era él, Castañón, pero nadie se
atrevió a acercarse para preguntárselo.
Casino
🌟🌟🌟🌟
La familia Corleone repartía los negocios ilegales -que eran
casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus
cosas de toda la vida: a la extorsión, al trapicheo, al atraco de furgones
cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que
retrató Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una película costumbrista
de la vida en los bajos fondos.
En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de
neón y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera
más civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin
dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran
repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo
emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se
ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psicópatas sin
escrúpulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo
a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.
Scorsese, como se ve, decidió hacer en Casino una
segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el
proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado
es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres
de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un maletín que se extravía, un fajo de
billetes que se queda en algún bolsillo. Los gángsters de Casino viven
mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, están más
expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo
de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la
cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vacío cuántico de una
telaraña. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los
nuestros eran chicas sencillas, algo más feas, pero nada problemáticas, que
se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.
Uno de los nuestros
En la saga de El Padrino sólo se habla de las altas
esferas de la Mafia. De los grandes capos que invierten en casinos o en inmobiliarias,
y tratan directamente con los dictadores bananeros, o con los cardenales del
Vaticano. La patronal del sector, podríamos decir. El G-8 de las famiglias.
Pero allá, en segundo plano, anónimos y omnipresentes, haciendo bulto en las
escenas donde se desviven los Corleone, están los empleados de la empresa, que
son los mafiosillos de tres el cuarto. Son los tipos que controlan las
apuestas, que recaudan la calderilla, que ejercen de guardaespaldas, que asesinan
por encargo... Que desbrozan el terreno de una inversión o de una venganza.
Sin ellos, como en cualquier empresa, todo se vendría abajo,
porque los grandes capos ya no están para bajar al fango y jugarse la jeta. Aun
así, pasaron casi veinte años antes de que un cineasta viera “El Padrino” y se
dijera: “Voy a hacer una película sobre los actores secundarios”. Una sin
glamour, sin mansiones, sin palacios de la ópera ni bodas de alto copete. Una
cosa de andar por casa, con tipos feos, mujeres urracas, cafeterías cutres, y
sólo de vez en cuando, cuando los tipos dan un golpe afortunado, y manejan
buenos fajos de billetes, un local chulo, de moda, con artistas del momento,
donde quizá coincidan a distancia con el alcalde de la ciudad o el juez del
distrito
El cineasta, claro, era Martin Scorsese, que también era, a su
modo, uno de los nuestros, uno de los suyos, porque se había criado en el mismo
barrio que toda esta tropa, y les había visto delinquir desde pequeño, y se
sabía el oficio aunque sólo fuera por aprendizaje vicario. Scorsese encontró en
los testimonios de Henry Hill -el mafioso real que traicionó a los Lucchese y a
los Gambino- el vehículo perfecto para retratar a sus vecinos de toda la vida,
y rodar, de paso, una de las mejores películas de la historia.
En un rincón de mi casa sigue habiendo un cartel de Goodfellas
que advierte a los extraños de que esto es territorio cinéfilo, y pedigrí de
barrios bajos.
JFK
Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.