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En los viejos cuestionarios
de las revistas se preguntaba a los lectores por la salud, el dinero y el amor.
Pero aunque las matemáticas sean complejas, y difíciles de resolver, en realidad
la salud siempre ha sido la incógnita principal. Si hay amor, casi todo se cura;
y si hay salud, ya sonríes de otra manera, y hasta te enamoras, o se enamoran, de
otro modo. El dinero también ayuda a tener mejor salud y mejores oportunidades.
O no: puede que el dinero atraiga el exceso y el mal fario. Es complicado. Es
una trigonometría abigarrada de cosenos y tangentes. Algebra pura. Pero la
salud es lo que cuenta. Siempre. En último término.
Lo
que pasa es que solemos darla por hecha y por eso la rebajamos de categoría. La
salud es como respirar, como poner un pie delante de otro para caminar. No nos
damos cuenta y por eso no lo valoramos. Pero es la hostia. Lo es todo. Basta
con entrar en un hospital -aunque sea de acompañante, como hice yo hace tres
días- para que de pronto se altere la escaleta de preocupaciones. Enfilas el
primer pasillo y ya estás haciendo recuento de tus órganos vitales, a ver cómo
los sientes, cómo los has sentido en estas últimas semanas. Atareado en el trabajo
y en el amor hacía tiempo que no les dedicabas ni un solo pensamiento. Si acaso,
al corazón de las poesías, y al engrosamiento de tus cataplines, cuando en el
curro te vienen con zarandajas
Y
eso, ya digo, si entras en el hospital de mero acompañante. Qué órganos no recontará
quien entra -como era el caso de mi familiar- a ser operado de una cuestión menor,
de gravedad relativa, pero con esos focos del quirófano que se encienden sobre
tu cabeza como ovnis que acojonan.
Qué no pensará, al borde
del abismo, quien va a morirse ya sin remisión, como María Vázquez en la película.
Como María Vázquez en la vida real. Esa lucidez tenebrosa... Y aun así, qué
complicado es todo. Porque qué diría ella si un genio maligno le propusiera no
volver a ver su marido y a su hijo a cambio de su cura.
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