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“Pauline en la playa” no
se podría haber rodado hoy en día. Le han caído cuarenta años como cuarenta
castañas. Como cuarenta marejadas de la playa francesa donde se rodó. Es más: ya
no se debería rodar. Su planteamiento es inasumible. Incluso en las casas más
comprensivas con las debilidades humanas -y la mía tiene hasta un sello distintivo
clavado en el portal- se te arquean las cejas de extrañeza, y se te queda una
cara de cómplice involuntario. Lo de esta película de Eric Rohmer es un
escándalo, que cantaría Raphael.
Pauline es una chavala de
quince años a la que pretenden hombres hechos y derechos, aunque bastante retorcidos.
A la que pretenden sexualmente, quiero decir. Inequívocamente. Ellos, en la
época de berrea, la manosean en el jardín o la despiertan de la siesta a lametones.
Pauline les rechaza con un empujón o con una patada, pero luego se descojona de
la risa. Y ellos se descojonan a su vez, disimulando la erección, y diciendo
que bueno, que al fin y al cabo ellos son hombres, y ella una mujer, o una
mujercita...
Un juego muy turbio de
alcobas secretas que la misma tía de Pauline, lejos de denunciar, jalea y
aplaude como una madame de prostíbulo playero. Como a ella le sobran los
amantes -porque es una mujer de cuerpo mareante, y rubia como una vikinga de
Normandía- a los hombres despechados, para que no se enojen demasiado mientras
la esperan, les anima a que se acuesten con su sobrina Pauline. Así -dice ella- matamos
dos pájaros de un tiro: tú te mantienes en forma y de paso le enseñas a Pauline
las artes amatorias, que ya va siendo hora de que espabile con lo mosquita muerta
que es, y con esos tontos del haba que la pretenden, y que no sabrían hacer una
O con su canuto a medio crecer.
Se te cae un poco la
quijada, sí, en algunos diálogos.... La fruta que estabas cenando se queda a
medio camino entre el cuenco de colorines y la boca boquiabierta. La película
está bien, como todas las de Eric Rohmer: tiene su chicha verbal amén de la
chicha inapropiada. Pero una incomodidad recorre mi espalda durante toda la
proyección. Una comezón moral de espectador del siglo XXI.
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