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Si supiera contar cartas como
Dustin Hoffman en “Rain Man”, o como Oscar Isaac en “El contador de cartas”, yo
no estaría aquí, en La Pedanía, escribiendo las cosas de la cinefilia. Estaría de
rule por los grandes casinos del mundo, ganando dinero: el suficiente para que
no me denunciaran los crupieres y vivir modestamente en una casa junto al mar,
cuando llegara la temporada baja y me refugiara junto al amor. No escribiría
nada. Si acaso, ya de viejecito, unas memorias que sirvieran de guía para neófitos
y de nostalgia para veteranos.
Con mi escaso talento de
juntaletras, escribiría el relato de las muchas cosas que viví: los pelotazos y
los descalabros, los hotelazos y los hoteluchos. Aquella pelea en Nueva Orleans
y aquella noche triunfal en Montevideo. Hablaría de las mujeres que se
arrimaron por la pasta y de las que se arrimaron por el corazón. También de las
que se arrimaron por ambas cosas a la vez. Pero hablaría, sobre todo, de esa mujer
que me esperaría en los inviernos junto al acantilado, indiferente a la
cantidad de billetes que trajera en los bolsillos.
Yo sería, como cantaba
Joaquín Sabina, un comunista en Las Vegas. Cuando asomara la jeta el segurata, yo
gritaría ¡Viva el Che! y saldría camino del aeropuerto montado en mi bicicleta.
Sería la hostia, eso... Es, sin duda, una de mis vidas paralelas. La que ahora
mismo lleva otro Álvaro Rodríguez en uno de los multiversos. Un yo clónico, con
gafas y todo, pero decidido, viajero, con una memoria de elefante y una potra de sospechoso.
Es por eso que no pude resistir
la tentación de ver esta película. Además la dirige Paul Schrader, y eso
significa, para bien o para mal, que no vas a quedarte indiferente. Con Schrader,
la cosa siempre oscila entre un argumento retorcido y otro más retorcido
todavía. Y “El contador de cartas”, aunque empieza como una película de
casinos, sin más intríngulis que el juego y el engaño, termina siendo una cosa
demencial: un ajuste de cuentas entre dos fulanos torturados. Físicamente,
moralmente y diplomáticamente torturados, como diría Chiquito de la Calzada en
su número humorístico del Caesars Palace.
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