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No tener sexo es malo
para la salud. Nueve de cada diez médicos no pertenecientes al Opus Dei aconsejan
su práctica cotidiana. Y con mucha piel al descubierto, siempre que sea
posible.
A según qué edades, el no-sexo
es nefasto para el rendimiento del corazón: el rendimiento cardíaco, y también
el amatorio. El sexo es la certificación notarial de que todo va bien en la
pareja. Porque es sano, y gozoso, y mantiene la relación a la temperatura
indicada en el envase. El sexo alarga la fecha de caducidad. Ratifica los
acuerdos. Firma los armisticios con una fiesta. El sexo nos devuelve la
inocencia del mono y la simplicidad de la vida. El sexo es un argumento
filosófico de primera categoría. Es la prueba del nueve. El algodón que nunca
engaña. La constatación de que aún nos queda cuerda para rato, aunque enfilemos
el declive.
De cualquier modo, lo
peor de no tener sexo es que en el silencio de la noche, si vives en comunidad,
oyes follar a los vecinos y eso multiplica por dos el desamparo. Yo una vez conocí
una pareja que follaba sin ganas, sin quererse, sólo por no oír joder a los de
al lado. “Que no se diga”, decía él. “Que los vecinos no tengan nada que murmurar”,
decía ella.
Quizá no haya parejas más
tristes, más conscientes de su fracaso, que aquellas que no follan mientras
escuchan el jolgorio al otro lado del tabique. O por encima de sus cabezas. Al
otro lado de la felicidad. Y viceversa: quizá no haya parejas más entusiastas,
más entregadas al gozo de jadear, que aquellas que follan sabiendo que al otro
lado hay una pareja que los envidia. Una que desearía intercambiar los papeles.
O que perdida la vergüenza propondría formar un cuarteto de cuerda en la cama
redonda y acogedora.
De todo esto, y de alguna
cosa más, va “Sentimental”, que es sexo oral, jodienda aplazada y pareja
derruida.
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