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Ahora que Tony ya no quiere
suicidarse – o al menos no todo el tiempo- en esta segunda temporada de “After
Life” le tocará lidiar con eso que los psicólogos llaman el “duelo amoroso”.
Tendrá que superarlo antes de que otra mujer pueda acceder a su cama sin que el
recuerdo de Lisa suplante su rostro y posea su cuerpo como un demonio sonriente.
Mucho antes de que las
parejas de swingers quedaran para follar, el abuelo Sigmund ya había dicho que la
fiesta amorosa era un acto entre cuatro personas: dos amantes que jodían en cuerpo
y dos examantes que rondaban en espíritu. Pero ahora mismo, en el caso de Tony,
Lisa todavía no es un espectro intangible, de los que se quedan a mirar y se
infiltran en el recuerdo, sino pura presencia física que no deja de hablar, de
dar calor, de acariciar el cuerpo de Tony aprovechando la excusa de un soplo de
viento.
Sobre el tiempo necesario
para recuperarse de un amor perdido corren todo tipo de teorías por la red. Uno
ya ha leído de todo en las consultas de los dentistas... Hay botarates,
incluso, que se atreven a formular ecuaciones o aventurar algoritmos, multiplicando
el tiempo que duró la relación por un factor corrector que te traduce a meses,
o a años, el tiempo de masturbación compungida, o de revoloteo amoroso con el ánimo
congelado. Puras sandeces que engrosan las tripas de las revistas... No hay
fórmula que valga en estos trances: cada uno es como su madre le parió, y como
el mundo le fue cincelando. Los hay que al día siguiente de la ruptura dicen “un
clavo saca otro clavo” y se lanzan al mercado con el propósito firme de
olvidar. Otros, en cambio, se hunden sin remedio y superan con creces los
tiempos establecidos por los gurús, que ya son, de por sí, tiempos alarmantes
que inducen al desánimo.
En el caso de una pérdida
luctuosa el tiempo de recuperación se vuelve un océano de tiempo. Ya no hay
números que valgan ni consejos que dar. Las revistas del corazón son para esto poco
menos que papel higiénico. Para Tony, más allá del horizonte sin Lisa, sólo
hay... otro horizonte. Un mar tristísimo e infinito. No hay números, sino símbolos
algebraicos.
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