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La vida tiene casualidades
que puestas en un guion nadie se las creería. Ni siquiera en un guion escrito a
cuatro manos por Vince Gilligan y Peter Gould.
Ayer, por ejemplo, mientras
yo veía el último episodio de “Better Call Saul” y cerraba el universo expandido
de Albuquerque y sus proveedores de la droga, T., al otro lado de la
cordillera, desconsolada aún por la muerte del agente Hank Schrader, veía el
último episodio de “Breaking Bad” sin todavía creerse que Walter White hubiera
devenido un criminal cegado por el ego. No estaba pactado este visionado
paralelo de ambos finales, que llegaron con apenas veinte minutos de separación
en el WhatsApp, “Joder, qué final más bueno, ya terminé la serie. ¿Tú por dónde
vas..?”. Simplemente, coincidió. Los
hados se encargaron de que ambos destinos se entrecruzaran en el vasto espacio electromagnético,
yo muy tranquilo en mi cama, con el ordenador puesto en la rodillas asistiendo
al último timo de Jimmy McGill, y T. hecha un manojo de nervios aovillada en su
sofá, con la tele de muchas pulgadas escupiendo la balacera final donde se decidió
el destino final de Walter White y Jesse Pinkman.
Yo había tardado siete
años en completar “Better Call Saul” en una digestión lenta pero muy saludable,
mientras que T. se había zampado “Breaking Bad” en apenas dos semanas de
deberes aparcados y sueños hipotecados. 62 episodios como aquellos huevos duros
que se comió Paul Newman de una sola sentada en “La leyenda del indomable”. De
ahí mi mansedumbre final, y su descomposición por momentos.
Pero ahora, ante mí, ya
no queda nada. Dicen que Gilligan ha dicho que volverá y tal, pero yo no veo de
dónde sacar hilo para una tercera serie. Los muchos muertos ya están en el hoyo
y los pocos vivos siguen a su bollo. T., en cambio superada la llorera y la
perplejidad, aún tiene por delante las seis temporadas de la segunda parte del
espectáculo: la conversión de Jimmy en Saul, y la conversión de Kim Wexler en su
ángel de la guarda.
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