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Pues sí, queridos amigos,
y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por
otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que
en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de
la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las
civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro
escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur,
que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que
llegan a la hora.
Qué cambió, qué genes se
modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos
de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos
carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas.
Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde
ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los
asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de
pagar o de contratar.
Ay, los nórdicos... Confieso
que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la
socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El
capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo
color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello
rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y
todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez.
Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo
tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos
sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo
nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre
ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.
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