Historia de un matrimonio
Megalópolis
🌟🌟
Acto 1
Se estrena “Megalópolis” en los cines de Ciudad Capital. Yo, por supuesto, no voy a verla. Prefiero esperar a que esté disponible en las plataformas o en las alforjas de la mula. En el cine no puedo soportar los ruidos de la gente que habla, que mastica, que consulta sus teléfonos móviles. Soy -o me he vuelto- un neurótico perdido.
También me he convertido en un sibarita que ya lo ve todo en versión original, con rotulicos en castellano, y en los cines de provincias -y más aún, en los cines comarcales- los subtítulos espantan a las gentes y hunden las taquillas. En Europa, con el precio de la entrada, te regalan cursos de idiomas. Pero esto no es exactamente Europa, sino la puerta de.
Acto 2
Mi amigo, que sí ha ido al cine, y me dice que “Megalópolis” ni le ha gustado ni le ha disgustado. Que más bien todo lo contrario. En la primera cerveza me dice que no la ha entendido; en la segunda que sí; en la tercera que sólo a medias.
Acto 3
Pasan los meses. Muchos meses. Anuncian que “Megalópolis” podrá verse próximamente en Apple TV. Pero yo sólo me dejo el sueldo en Movistar +, así que empiezo la búsqueda ilegal a la antigua usanza. Las copias decentes de “Megalópolis” están hiperprotegidas y no aparecen por ningún lado. Sólo screeners y mierdas así. No me pongo nervioso. No es como otras veces, que me mata la impaciencia. Si por un lado está el penúltimo legado del señor Coppola, por el otro caen las críticas terribles como hojas en otoño.
Acto 4
Por fin aparece “Megalópolis” gracias a un dealer de confianza. La pongo a descargar a varios Mbs por segundo. La cosa va que chuta. Aunque la película no ha sido nominada a ningún premio -sí, quizá, a alguno de los risibles- se ve que hay ganas de verla entre el personal. Somos muchos los cinéfilos arrastrados por la curiosidad.
Acto 5
Busco un día sin fútbol para ver “Megalópolis” en el horario estelar de las diez de la noche. Me repantigo en el sofá y apenas tardo diez minutos en reconocer que sigo viéndola porque viene firmada por Francis Ford Coppola. Si no, de qué... Esto es infumable. Un puro desvarío. La obra -tiene toda la pinta- de un megalómano octogenario.
La casa Gucci
🌟🌟🌟
El imperio de la moda está construido sobre la
plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los
productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero
a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su
condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y
humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los
materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo
más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.
Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los
pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo
prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y
no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El
problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito
trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un
dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos
pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.
Y luego está la película
de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo
de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que
es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real,
pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece
por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que
se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego
ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de
la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las
hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato
genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.
El último duelo
🌟🌟🌟🌟
Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el
MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde
cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente
-al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.
Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre
la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante
claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender
linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o
bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin
metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la
cara las maldiciones.
Los hombres de la película son todos deleznables y
asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos
ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o
vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro:
la mujer pérfida y doble, inútil o llorona. En el mainstream de las plataformas ahora toca
que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto
sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo
testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina
la cabeza. “Un violador en potencia”, y
a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose
cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing
de cojones, como cantaban los Scorpions.
¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de
Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues
eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque
de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil
confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían
morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados.
Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...
Silencio
🌟🌟🌟
Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita,
el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa- que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque
lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él
solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre
temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos:
porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la
compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del
cuerpo al lado del gozo del alma.
Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la
época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se
andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la
oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María,
colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se
atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero
igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de
escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al
padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones,
todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño
en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño
fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.
Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve
siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en
los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino,
haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la
tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al
contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían
abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos
del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo
caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.
El ascenso de Skywalker
Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.
En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..
Infiltrado en el KKKlan
En este blog casi nunca se habla de tecnicismos porque de eso -de la ciencia cinematográfica, de la corrección de los planos o de los ajustes fotográficos- hay gente que sabe muchísimo más. Lo explican muy bien, con germanías, en otros blogs donde te dicen que Carl Theodor Dreyer era un maestro de esto, o Abbas Kiarostami un maestro de lo otro. Directores que por aquí, para vergüenza mía, para desdoro de mi cinefilia, sólo provocan bostezos de desencajarse la quijada. En las modestias de este blog solo se critica la mala elección de algún casting, que le resta verosimilitud a la historia, o la excesiva duración de algún metraje, que hubiera necesitado una poda evidente. Cositas así, de cinéfilo de provincias, opiniones más bien personales, de andar por casa, o por la terraza del café, para que se vea que uno también tiene su criterio, y su “sensibilidad artística”.
Los últimos Jedi
Los últimos Jedi es una gran sandez. Y que me perdonen mis hermanos de la iglesia.... El universo de Star Wars tanmbién es mi infancia, mi nostalgia, mi felicidad pura de espectador acrítico y embobado. Antes de que me suplantara un adolescente con ínfulas de opinador, un cultureta con aires de intelectual -antes, incluso, de que llegaran estas gafas a dibujarme un rostro que en verdad no me pertenece- existió un niño que se sentaba en las plateas y se teletransportaba a la galaxia muy lejana con los pelicos erizados de la emoción, y la boca abierta del pasmo interestelar.
La suerte de los Logan
Los chicos de Ocean's eleven eran unos ladrones muy profesionales que no necesitaban el dinero para vivir. A George Clooney y a su pandilla les gustaba vestir bien, rodearse de bellas mujeres, alojarse en hoteles de nueve estrellas de quitar el sentío, como decía nuestro añorado Chiquito de la Calzada, pero ellos, realmente, eran unos artistas del butrón, unos estilistas del cambiazo, y disfrutaban más con el acto del robo que con lo robado en sí.
Paterson
En Paterson, New Jersey, muy cerca de donde Tony Soprano gestionaba su negocio de residuos urbanos, vive Paterson, el conductor de autobús que cada mañana se despierta al lado de Laura, musa de sus poemas, e inspiración de su bolígrafo. Paterson, en los descansos de su trabajo, mientras come los cupcakes que Laura le prepara, escribe poesía en un libro de páginas en blanco. Poemas urbanos que hablan del amor que vive en las casas humildes, bajo los postes de la luz, y muy cerca de las autopistas. Amores de asfalto y ladrillo, de polución y pub nocturno, tan lejos de los palacios de Verona y de las mariposas en primavera. Son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y además, Paterson, la ciudad, no parece precisamente la ciudad del amor, la París trasplantada a este lado del océano. Sin embargo, Paterson, el poeta, es capaz de extraer su belleza oculta cuando suelta el volante y abre su libro de poemas. Su oficio le obliga a ir con la mirada atenta, con el oído estirado, y quizá por eso está muy entrenado para ver más allá del paisaje y de las apariencias.