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Nosferatu

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La masturbación y el sexo fuera del matrimonio son pecados nauseabundos a ojos de la Iglesia. Incluso dentro del matrimonio es aconsejable tener mucho ojito con la concupiscencia. No todo vale ni es agradable a los ojos del Niño Jesús, que siempre está mirando cuando dos cuerpos se entrelazan. Jodido niño... 

Ahora que las ciencias adelantan que es una barbaridad, los curas, cuando llega el momento de la maculada concepción. aconsejan colocarse en las partes pudendas un orgasmómetro que distinga el placer procedente del amor del placer procedente del egoísmo, pues ambos se confunden en el torbellino sexual y precipitan cristales muy dañinos para el alma. 

Los curas llevan soltando estas zarandajas desde los tiempos de san Pedro Quintales y no parece que Prevost I vaya a cambiar el sonsonete. Veremos un papa comunista antes que un papa despendolado. La inquisición del placer es como una manía de neurasténicos, o de sepulcros blanqueados. En cualquier caso, un atentado contra la humanidad. 

Este reboot de Nosferatu -llamado sin más imaginaciones “Nosferatu”- es en esto del sexo una película muy devota y recomendable para el espíritu. De terror sí, y con alguna teta descamisada, y por tanto no proyectable en las parroquias, pero sí muy grata a los ojos de los catequistas. Si algo queda claro en “Nosferatu” es que el sexo fuera del dogma es un reclamo para el diablo. El conde Orlock vivía tan tranquilo en su castillo hasta que la niña Ellen empezó a masturbarse y estableció con él una conexión que escaló las montañas y traspasó las fronteras. Ni siquiera casada como Dios manda ha podido renunciar a ese llamado del pecado. Esas cosas -están hartos de repetirlo- no les pasan a las niñas buenas. 

La época victoriana, aunque inspirada en la mojigatería de los anglicanos, siempre ha sido un referente cultural para los otros intérpretes de Cristo:  los católicos, y los ortodoxos, y los luteranos de la Europa civilizada, que siempre son los encargados de enfrentarse a Nosferatu cada vez que a alguien se le ocurre resucitar al personaje. Y todo ese trabajo por no querer pagar los derechos de la obra de Bram Stoker.






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The Crown. Temporada 4

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Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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