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En la película de Clara Roquet hay libertad, o más bien
Libertad, pero no hay comunismo, lo que seguramente agradará mucho a la señora
que manda en la capital. Libertad, la adolescente colombiana, pasa el verano en
una familia que cuando escucha la palabra comunismo se parte de risa mientras
saca la escopeta o llama al asesor fiscal para preguntar por la estabilidad de
los mercados.
En esa familia que huelga en su piscina inabarcable -más
grande que la piscina municipal que acoge a los parias de La Pedanía- vive una
adolescente llena de complejos llamada Nora que verá en Libertad todo lo que ella
no es: una chica libre, contestona, desinhibida con los muchachos, que sale de
casa cuando le peta y regresa a ella cuando le sale, por mucho que su madre,
Rosana, la criada del hogar, rabie y se desgañite con su vocecita de mucama
ejemplar.
Libertad, además, es una chica de desarrollo acelerado, de
rostro carnoso y curvas levantiscas, y Nora, acomplejada, se pregunta ante el
espejo por qué la vida puede ser tan injusta. Por qué el desarrollo embrionario
hace que unas sean así y otras asá. Por qué a unas chicas las premia con la
belleza y el hechizo, y a otras las condena a la timidez y a la
insustancialidad. En este primer verano lúcido de su adolescencia, Nora
comprenderá que la vida no siempre es justa, y que está plagada de desequilibrios
y sinrazones.
Nora, en su simpleza de adolescente, se considera una
desheredada de la fortuna cuando todos sabemos que a la larga ella lleva todas
las de ganar. Nora crecerá, medrará, recibirá apoyos innúmeros y tráficos de
influencias, mientras que Libertad, que ahora es la reina provisional de la fiesta,
la tormenta perfecta de los encantos, terminará deslomando su cuerpo a cargo de
un jornal miserable. Ese es el destino más probable para cualquier siervo de la
gleba. Pasados los años, Libertad será carne de crápulas y esclava de empresarios,
mientras que Nora, a su ritmo, terminará encontrando su hueco en los
privilegios de la burguesía.
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