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The Studio

🌟🌟🌟🌟🌟

Aún estamos en mayo, pero por mí ya estaría: “The Studio” es la mejor serie del año. Dudo mucho que venga otra igual. En el negociado de las comedias desde luego que no. 

Seth Rogen y sus guionistas han dado con una fórmula imbatible. “The Studio” es frenética, divertida, demencial... Es imposible dejar un episodio a medias. Hacía mucho que no toqueteaba el teléfono en mitad de una función: siempre hay un agujero en la trama, un marasmo, una tentación de huir antes de regresar. Pero aquí no: en “The Studio” no hay excusas para el bostezo o para la dispersión del espíritu. Comienzan a hablar y ya estás inmerso en las correrías. Ya eres uno más de la pandilla y te lo pasas de puta madre. 

A este lado de la tele todo es una pura carcajada, sí, pero allí, en ese Hollywood recreado, todo es motivo de despido o de meterse otra raya para funcionar. En “The Studio” no hay más que proteína y vitamina saludable: pura chicha de personajes al borde del infarto . 

Sospechamos que esta pandilla de miserables que dirige "Continental Studios" está sacada de la más cruda realidad. Puede, incluso, que la realidad sea mucho peor y que haya cosas que no se puedan ni apuntar. Pero nos da igual. “The Studio” es un canto de amor a las películas. Es incluso didáctica para los que amamos las ficciones por encima de todas las cosas. A estos tipos se lo perdonamos todo. Nos da lo mismo que sean unos peseteros, unos egoístas, unos chulos, unos traidores... Unos hombres deleznables o unas mujeres viperinas. Ellos hacen las películas, y las series, y nosotros besamos por donde pisan con sus zapatos italianos. A ellos les debemos nuestro regocijo, nuestra escapatoria, nuestra salud mental. Son más importantes que los curas, que los psiquiatras, que el 97% de la gente que nos rodea. 

Cuando llega la hora bruja, ellos abren la puerta de nuestra jaula para que volemos durante un rato con las alas extendidas. Sabemos que sólo lo hacen por la pasta, pero les pagamos encantados. Benditos sean.





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El dulce porvenir

 🌟🌟🌟🌟

Yo tenía siete años cuando aquel autobús lleno de niños se precipitó a las aguas del río Órbigo, en la provincia de Zamora. Fue una noticia de impacto nacional, y con muchas resonancias en León, porque el río Órbigo nace aquí, en la provincia, antes de buscar el río Esla y luego el río Duero, en las tierras del sur. 

    Leo ahora en internet que fueron 45 niños los que perecieron ahogados, junto a tres maestros y el conductor. Solo se salvaron nueve chavales, algunos rescatados por gente que si tiró de cabeza a la poza, vestida, sin pensárselo dos veces. Según unos, el autobús iba a demasiada velocidad cuando entró en el puente; según otros, unos traviesos acababan de echarle polvos pica-pica al conductor. Sea como sea, el autobús chocó con el pretil y cayó a las aguas revueltas y muy profundas de ese río, que en primavera, con el deshielo de las montañas leonesas, lleva agua a mansalva, para que luego no se quejan los portugueses de Oporto, y puedan llorar sus saudades en las orillas.



    Los chavales eran de Vigo, y volvían de Madrid, de una excursión de Semana Santa. Lo terrorífico, en mi mente infantil, era que podrían haber sido de cualquier sitio, de León mismo, del colegio Marista Champagnat, que era el mío, si los curas nos hubieran llevado alguna vez de excursión, que para eso eran unos ratas de mucho cuidado. Y a mí, esa idea terrible de verme pataleando en el fondo del río, ahogándome sin remedio, no se me iba de la cabeza. Tuve pesadillas durante días, y todavía hoy, cada vez que cruzo el río Órbigo para ir y venir de León a La Pedanía, siento un pequeño estremecimiento en el fondo del estómago. Muchos kilómetros más abajo de su cauce, en el punto exacto del accidente, estuvo una vez Iker Jiménez haciendo psicofonías, en un programa de radio a medio camino entre la vergüenza ajena y el recuerdo morboso de aquellos terrores.

    He recordado todo esto porque en El dulce porvenir hay otro autobús escolar siniestrado, en los caminos helados del Canadá. La tragedia de los padres desolados, y el afán del picapleitos que viene a remover la mierda, le sirven a Atom Egoyan para hablar de cómo se nos van los hijos. A veces de un modo traumático, tan doloroso que es inconcebible; a veces porque nos odian sin explicación, o con causa justificada, y se difuminan por la vida; y a veces -las más, afortunadamente- porque somos nosotros los que desaparecemos antes de la escena, dejándoles un mundo más sucio en lo ambiental, y siempre igual de perverso, en lo moral.

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Splice

🌟🌟

Es difícil acertar con la película del día cuando el estado de ánimo se arrastra por los suelos. ¿Una comedia, quizá, para elevarlo? Se corre el riesgo de que las sonrisas salgan espurias, dolorosas de parir. ¿Un drama, entonces, para regodearse en el sufrimiento? ¿Y qué nos aportaría, en tal caso, el regodeo? ¿Una cosa romántica y tontorrona que nos engañe sobre la realidad arisca del amor? Pero nada, ay, en los días aciagos, me hará olvidar que Natalie Portman vive lejos, muy lejos, al otro lado de un gran océano de aguas frías y profundas.

Hastiado del proceso mismo de la elección, voy descartando una película tras otra hasta encontrar Splice. Es una de ciencia ficción que viene firmada por Vicenzo Natali, el tipo extraño que hace años nos metió en la locura de Cube, y que luego nos regaló esa gran película llamada Cypher. ¡Bingo! La ciencia ficción, ahora caigo en la cuenta, posee esa neutralidad curativa que hoy ya desesperaba de encontrar. Lo mismo te vale para un día soleado que para un día lluvioso. Lo mismo para celebrar la felicidad que para huir de la pesadumbre. Con la ciencia ficción, o te sales de esta dimensión o te piras de este planeta. En cualquier caso, abandonas este tiempo presente, esta humanidad previsible y monótona. Este hartazgo de uno mismo.

A los dos minutos de Splice presiento que van a pasar grandes cosas, y que, por fin voy a sentirme de nuevo un hombre atinado. Pintan bien, los esbozos iniciales, y además, para mi agradable sorpresa, la protagonista principal es Sarah Polley, esa canadiense con la que yo compartiría la isla más desierta del mundo. En Canadá, o en la Polinesia, lo mismo me da. Ya hace años que vivo muy enamoriscado de esta actriz, aunque ella a veces malgaste su excelencia en películas aborrecibles que no la merecen. Como Splice, por ejemplo, que a los veinte minutos de metraje agota todas sus promesas y se va volviendo, por este orden, aburrida y ridícula. Uno aguanta por orgullo, por Sarah Polley, por esperar el milagro de última hora que salve la jornada del naufragio. Pero no era el día. Definitivamente, no lo era.




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