Historia de un matrimonio
Estación Central de Brasil
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Hay películas que te quitan las ganas de visitar aquellos países donde se ruedan. Funcionan como verdaderas anti-campañas de su Ministerio de Turismo. Yo, desde luego, si fuera el gobernante, a estas películas que luego triunfan en el extranjero les obligaría a devolver las subvenciones concedidas. Las realidades chuscas tienen que quedarse en casa, como sucedía en el cine franquista gracias a los censores, que vendían una realidad paralela donde todo el mundo comía tres platos diarios y estaba encantado de conocerse.
Antes de ver “Estación Central de Brasil”, la excolonia portuguesa ya ocupaba el puesto número 67 en mi lista de preferencias viajeras. En Brasil, si hacemos caso de sus películas, la violencia campa a sus anchas, hace un calor inhumano, pulula demasiada gente sin oficio y en cualquier contexto aparece alguien montando una batucada para interrumpir el sagrado derecho a nuestro silencio. Copacabana y sus mulatonas ya no son atractivos recomendables si lo que buscas es paz y ausencia de tentaciones.
Antes que Brasil tendría que recorrer Europa entera y luego aventurarme en el choque cultural con el Extremo Oriente. Conocer Australia, y Nueva Zelanda, y por supuesto Estados Unidos, que es el escenario eterno de mi cinefilia. Y aprovechando el viaje también Canadá, e incluso México, si me juran por Huitzilopochtli que no va a hacer demasiado calor. La lista de países es larga y exige sacrificar muchas pagas extraordinarias. Brasil ya no me llamaba nada la atención, y ahora, por culpa de la película, ha descendido 20 posiciones en el ránking. Es como ver cualquier película ambientada en la India o en Indonesia. No sé: me agobia.
Esta es la segunda vez que veo “Estación Central de Brasil”, pero la primera que puedo verla en portugués con subtítulos gracias a las opciones de Movistar +. Pero me ha gustado menos que entonces. Donde antes había sentimientos hoy sólo he visto sensiblerías. Apenas dos momentos entrañables salvan esta road movie que transcurre por el inhóspito sertão. Creo que ya solo me conmueven las historias de desamor. Para todo lo demás me ha salido una piel como de elefante.
El día de la bestia
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“El día de la bestia” ya forma parte de nuestro entramado neuronal. De momento, hasta que vengan otras generaciones a jodernos la marrana y a sumirnos en el olvido, es una película inmortal. No sé si buena o mala: solo digo que inmortal.
Cuando alguien la menciona te vienen a la cabeza las imágenes imborrables y los diálogos antológicos: “Soy satánico, ¡y de Carabanchel”; “Sí, padre, yo peco la hostia”; "Hace de Cé"... Qué recuerdos. Qué chanzas con los amigotes. Santiago Segura en su “prime". Todo lo suyo que vino después -salvo algún chiste afortunado del primer Torrente- ha sido decadencia y mercantilismo calculado. Una pérdida incalculable.
Treinta años después de la venida fallida del Anticristo, yo caminaba por la Gran Vía de Madrid bajo el anuncio luminoso de la Schweppes y recordé, como en un acto reflejo, que allí, en el edificio Capitol, o en el estudio que lo recreaba, estuvieron colgados el padre Berriatúa, Jose Mari el rockero y el profesor Cavan del Chichinabo. Los tres Reyes Magos del Anticristo... Recuerdo que hice una foto nocturna para el Instagram y como único comentario puse “666”. Nadie la entendió, o al menos nadie le dio al like. También es verdad que mi cuenta es un sistema muy alejado del centro de la galaxia.
El último día de mi turisteo por Madrid decidí ir caminando hasta la estación de Chamartín. Y en el camino, claro, me topé con las torres KIO, que oficialmente son la "Puerta de Europa" porque Castilla no es Europa pero sirve de antesala. Y recordé que allí detrás, en una obra que ahora estará sepultada bajo otras diez innecesarias, nació el anti-Dios que fue sacrificado casi de inmediato por el mismo Diablo que lo engendró. En eso, la verdad, “El día de la bestia” siempre ha sido una peli muy confusa. Rematada casi con desgana.
El Anticristo, al final, era la Anticrista, y ya tenía 16 años cuando el padre Berriatúa vendió su alma para encontrarla. Se ve que llevaba muy equivocados los cálculos de la Cábala. Y en esas estamos, al borde del fin del mundo, como pronosticaba la película, con la Anticrista viviendo en un ático y los cayetanos poniendo orden en las aceras.
The White Lotus. Temporada 3
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Nueve de cada diez seriéfilos encuestados aseguran que esta tercera temporada les parece un chicle estirado y una completa decepción. “¡Nada que ver con la segunda!”, gritan a coro en las tertulias del asunto.
La mayoría, curiosamente, asegura haber llegado hasta las playas del tercer episodio y allí ya tumbarse a la bartola. Lo que aconteciese tierra adentro, en los bungalows de lujo o en los putiferios del alto standing, de pronto les traía sin cuidado. “La vida es corta y las series son infinitas”, aseguraban imitando a los monjes budistas que viven apartados de la vorágine turística.
Otros espectadores, los que a pesar de todo perseveran porque se sienten en deuda con las temporadas anteriores, reconocen que la tercera entrega carece de un desarrollo ágil y de unos personajes carismáticos. Y que Tailandia, además, tan bonita y tan variopinta, queda reducida a una playa y a unas palmeras como las que puede haber en Lanzarote. Sólo los muy pacientes conocerán las calles de Bangkok en los últimos episodios porque de ellos es el reino de los Cielos.
Yo estoy en esa minoría silenciosa que ha llegado al último episodio altamente interesado. Quizá es porque los ricos siempre me han resultado fascinantes, al mismo tiempo despreciables y dignos de estudio. En “The White Lotus” -como en “Succession” o en “Larry David”- yo les observo y me hago preguntas de índole muy comunista. Es una pedrada que -lo reconozco- proviene del rencor de clase y también de la envidia cochina. Viendo la tercera entrega de la serie yo me preguntaba cuánta pasta hay que tener para coger un avión en Wisconsin, plantarte en Tailandia y no salir durante toda la semana de un chiringuito de la playa. El despilfarro y la vagancia.
Nadie que tire así el dinero puede ser una buena persona. Si es verdad aquello que dijo Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja, las playas de Tailandia, como las de Hawai o las de Sicilia en temporadas anteriores, deberían ser alegorías del infierno: almas avariciosas quemadas por soles de justicia.
La semilla de la higuera sagrada
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El algoritmo ya ha llegado a las tierras de Irán. Sálvese quien pueda. Nadie se libra de la epidemia. Incluso allí, bajo la mirada de los ayatolás, ya todo será la misma película archisabida con ligeras variaciones. Chorizos en la fábrica, o quesos de los Zagros.
Ya no existen los tonos de gris, los personajes complejos, las dudas en el alma... Las películas se han vuelto tan simples como el guiñol para los chavalines: hay un bueno, un malo y un cachiporrazo merecido. Los tiempos modernos son tiempos de certezas. El simple hecho de dudar, o de pedir más información, te posiciona junto al enemigo. Ha vuelto el maniqueísmo. Mani, por cierto, predicaba en el desierto de los persas.
En la primera mitad de la película, Iman es un buen hombre superado por las circunstancias. Él, como el verdugo de Berlanga, sólo quiere ascender en la judicatura para comprar un piso más grande y que sus dos hijas adolescentes puedan dormir en habitaciones separadas. Él es un funcionario del régimen, sí, pero un hombre con corazón. Cuando le ascienden salta de alegría, pero a las pocas semanas comprende que los ayatolás le están utilizando para firmar sentencias sin parar, sin apenas tiempo para emitir un juicio justo.
Iman no es el padre de Jessica Lange en “La caja de música”. No es Eichmann en Jerusalén. No se enorgullece de lo que hace. En ese contexto de lunáticos no es lo peor del escalafón. Iman es un hombre atormentado que regresa a casa con el corazón dividido. Por un lado la lealtad a su país; por otro, el bienestar de su familia. Podría haber salido una película cojonuda de aquí, pero estas dualidades ya no se estilan. O eres un hijo de la gran puta o no eres nada.
Lo normal hubiera sido que las hijas de Iman, que son activistas contra el régimen, dudaran al menos en acabar con su reputación. Con su carrera y casi con su vida. Dos almas igual de divididas y otro drama la mar de interesante... Pero ahora mismo no estamos para esas tonterías. El bebé de “El Verdugo” jamás habría denunciado al pobre José Luis diecisiete años después. Eran otros tiempos.
Super/Man: La historia de Christopher Reeve
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Apenas a doscientos metros de mi casa, en La Pedanía, vive otro hombre que también sufrió un accidente tonto y se quedó tetrapléjico. Fue hace dos años. No sé en quién piensan los demás cuando pasan estas desgracias, pero los cinéfilos, que tenemos la vida dividida entre la realidad y las películas, siempre nos acordamos de Christopher Reeve cuando alguien sufre el castigo caprichoso de los dioses.
En el caso de mi vecino -que también era un tipo deportista y fuerte como un roble- la culpa no fue de un caballo receloso, sino de una carretera traicionera. Bajaba un puerto de montaña en bicicleta y salió despedido al meter la rueda en un desagüe de la carretera. Mi vecino no es Superman, sino Policía Nacional, aunque dicen que de los buenos, no de esos que van por ahí como si vivieran en el Far West. No sé, yo apenas le conocía, solo de vista, por el pueblo, cada uno con sus quehaceres. Un amigo común me dice que el tipo es más majo que las pesetas y que vestido de uniforme se desvivía por los demás. Rara avis, entonces, pero le creo. Mi amigo es un hombre de confianza que sabe distinguir entre la buena gente y la gentuza.
Mi amigo, de vez en cuando, va a visitarle a su casa -una casa que estuvo en obras durante meses para construir un ascensor exterior y reservar una plaza de aparcamiento. Mi amigo me dice que entra animado pero luego sale consternado. Tiene que ser una experiencia horrible. Mucho más dura que ver un documental en la tele, por mucho que la historia de Christopher Reeve también sea real y nos amargue la tarde y luego, un poco, el duermevela. Cuando apagas la tele, el dolor y el miedo a ser uno el paralizado se desvanecen apenas al minuto. Pero mi vecino, para sus allegados, es una presencia diaria, un recordatorio continuo de la puta suerte que tenemos todos los demás, y que mañana, o ahora mismo, ya podríamos no tener.
En un documental, además, te falta la mirada directa del infortunado. Su miedo, o su fastidio, o su resignada aceptación, sin un filtro electromagnético.
Heretic
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Una vez vinieron dos mormones a mi casa. Mormones fetén, norteamericanos, supongo que nacidos en el mismísimo Utah. Eran tan altos como canastas de baloncesto y tan rubios como la cerveza que seguramente no bebían. Si se lo hubieran propuesto se habrían tirado a las chicas más guapas de León, tan llamativos entre aquel ejército de bajitos morenos y de garrulos provinciales. Pero Jesús, seguramente, les tiraba de un vello escrotal cada vez que sentían el deseo. O no, quién sabe: quizá llevaban una vida de pecado cuando se despojaban de sus clergyman y luego le prometían a su Señor innúmeros sacrificios personales. Quién pondría la mano en el fuego por estos fariseos que predican la castidad o el matrimonio como único patio de recreo sexual.
Peter y Paul -vamos a llamarlos así- no vinieron a mi casa por casualidad, sino porque yo, imbécil perdido, les facilité mis datos en su tenderete callejero. Peter y Paul prometían el regalo de una Biblia a cambio de una simple conversación sobre Jesús. Yo iba con unos amigos y me quise hacer el interesante. Pensé: ¿Un libro gratis a cambio de un poco de charla y quizá hasta de un poco de vacile? Pero ellos, claro, hábiles como predicadores, y también como americanos, consiguieron que yo soltara mi dirección simplemente sonriendo.
Se presentaron al día siguiente porque la fe es un asunto capital. Mi madre los mantuvo a raya sobre el esterillo mientras ellos le contaban mis dudas existenciales. Yo escuchaba escondido detrás de la puerta del salón, avergonzado como nunca. Al final, el Espíritu Santo descendió sobre mi madre y le ayudó a improvisar:
- No, lo siento, se han confundido de dirección. Mi hijo se llama Raúl y es muy pequeñito.
Y cerró la puerta. Luego, por supuesto, hubo reprimendas y castigos que ya por fortuna no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que mi padre no estaba en casa. Él trabajaba de sol y sol y no estaba para estas gilipolleces. Peter y Paul, al contrario que estas chavalas de la película, tuvieron mucha suerte. Si le hubieran pillado a él con el rollo se hubiera montado en mi casa la de “Heretic”. Menudo era mi padre con los siervos de Jesús.
Parthenope
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Cuando le preguntaron por “Parthenope” en su programa de la SER, Carlos Boyero dijo que no sabría decir si la película era buena o mala porque se había quedado colgado de Celeste Dalla Porta y no había podido atender a otras razones estilísticas o argumentales. “Magnética”, fue la palabra que utilizó para describir a la actriz italiana. Y añadió: “Creo que es la mujer más guapa que he visto en el cine en muchos años”.
Boyero confesó que había pasado dos horas en una nube acrítica y muy poco profesional, pero también recordó que al cine se va a muchas cosas, y una de ellas es a enamorarse. Platónicamente, pero a enamorarse. Francino, a su lado, carraspeaba o callaba como un cartujo. Mientras Boyero se disculpaba de su cuelgue, se hizo un silencio muy tenso porque Francino mantiene una lucha encarnizada por la audiencia de las tardes, y cada vez que su amigo suelta una gracia erótico-festiva le llueven las quejas de las oyentes más guerrilleras. Para muchas oyentes de la SER, Boyero es un cerdo que sigue gozando de impunidad en un medio que se dice moderno y feminista. Según ellas, si ya es grave que un hombre vea una película fijándose en los escotes, más grave es todavía que lo vaya aireando por ahí.
Pocos días después, los fachas y semifachas de “La Cultureta" le dedicaron todo el programa a la película. Allí se habló largo y tendido de la belleza de Celeste Dalla Porta sin que ni tertulianos ni tertulianas se sintieran avergonzados por pregonarla. Recordaron lo mismo que había dicho Boyero: que “Parthenope” se lo juega todo a la belleza demoledora de su protagonista y es necesario que cualquier debate gire sobre ello. Es lamentable que a veces los fascistas nos den lecciones de libertad. De hecho, la moraleja de la película es profundamente feminista: Parthenope podría comerse el mundo con su belleza y sin embargo prefiere conquistarlo con su inteligencia. Pero claro: las inquisidoras moradas, como los censores del franquismo, sólo se fijan en las tetas.