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Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia,
que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me
gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan
mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar
que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven
para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo
pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a
quienes hacen escolásticas con el lenguaje.
Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida
real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han
terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto.
Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi
exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo
con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire
y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias.
A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por
qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo
el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada
de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.
Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película-
es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan
mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo
me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La
ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar
la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o
carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce
el terremoto.
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