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Cansado de sus desamores
y de sus desencuentros con las muras, Andy Warhol escribió una vez en sus
diarios:
“Machines have less
problems. I’d like to be a machine, wouldn’t you?”
Yo también lo he deseado
alguna vez: estar hecho de aleaciones metálicas y cables de colorines para ser
frío como el hielo, hierático como los robots, despreocupado como los microchips. No sufrir. Fallar menos.
Reducir la electrostática del pensamiento que da tantos quebraderos de cabeza.
Sacrificar el entusiasmo a cambio de la paz; la expectación a cambio de la certidumbre...
Pero sé que a la larga no compensa y por eso me contengo en el deseo. Y además,
en el siglo XXI, la tecnología todavía no está preparada para tales desafíos.
Pero es que además, querido
Andy, las máquinas también fallan. Equivocarse no es una tara exclusiva de los
seres humanos. Donde hay mucho cable anudado -en el cerebro, o en el ordenador
portátil- siempre habrá finalmente una disfunción fatal. Será la proximidad de
los electrones, digo yo. Alguna interacción cuántica que de pronto todo lo jode.
Un algo imprevisible que se agazapa en el corazón de las partículas. Si los
seres humanos no somos más que física y química, como dijo Severo Ochoa, y
luego cantó Joaquín Sabina, las máquinas tampoco se escapan a esa maldición de
la materia.
Y los aviones -sorprendente
revelación- también son máquinas. Por muy ultramodernas que las desarrollen. Lo
cual es casi peor, si mi teoría de los cables y las complicaciones resulta
cierta. Los aviones son unas máquinas del demonio: cuando están en tierra, no
comprendes cómo pueden volar; y cuando flotan en el aire, casi ingrávidas, no
comprendes cómo se pueden caer. Pero se caen, y a veces lo hacen sin que intervenga
un piloto borracho o un yihadista enajenado. El misterio del accidente queda
registrado en las cajas negras, que en verdad son naranjas como todos sabemos. Pero
los registros también son materia, ay, y por tanto están sujetos a la degradación,
o a la tergiversación de los registradores.
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