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“El callejón de las almas
perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que
transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero
hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta
que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo
mientras caminamos.
Se me ocurren un par de
directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y
deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale
trastabillada o desenamorada de los locales...
Uno de esos directores, por cierto, también es mexicano, González Iñárritu, que
cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande. Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no
transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra
manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su
sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero
soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro
sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.
Lo que viene a contar “El
callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la
América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio
a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la
hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento
para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine
familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo
machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el
argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El
palito y el caramelo.
Hoy, por ejemplo, ha
regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...
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