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En
la tradición judía, los lamedvovniks son los 36 santos que en cada generación
de los hombres salvan el mundo. Los 36 justos que con su virtud laboriosa, y con
su ejemplo silencioso, impiden que Dios destruya el mundo avergonzado de sus
criaturas.
Si
hiciéramos una encuesta rápida, de las de andar por casa, todo el mundo se
atribuiría ser un lamedvovnik. Que levante la mano quien no se crea la más bondadosa
criatura de su barrio, o de su entorno laboral. De su familia. De su pareja. De
cualquier actividad en la que participe. Que no se tome a sí mismo por la única
oveja blanca que pasta en el rebaño. Todos nos creemos distintos, tocados por el dedo divino.
El
cálculo del número 36 procede de la cábala judía. Algunos rabinos admiten que
los justos podrían ser unos pocos más o unos pocos menos; si el concepto es
válido, la numerología no importa tanto.
Pero lo que está claro es que aquí no hay medallas para todos. 8.000.000.000 - 36
es una cuenta que deja mucha gente en la cuneta. Yo, por supuesto, para ir avanzando
en el cásting de “Operación Triunfo”, no me tengo para nada por un lamedvovnik.
Justo soy lo justo; y buena persona, pues según con quién, y para qué.
A
lo largo de mi vida -hablo del mundo real y provinciano- sólo he conocido un
par de personas que podrían llevar en su espalda el peso del mundo, el destino
de nuestra salvación. Ellos, por supuesto, no eran conscientes de su alta
responsabilidad. Ni siquiera se darían por aludidos si alguien les gritara “¡Eh,
lamedvovnik!” por la calle. Porque esa es la primera condición que impone la
tradición: no saber que lo eres. Vivir en la ignorancia de tu desempeño. Así se
impide que el espejo te devuelva una imagen narcisista que todo lo arruinaría.
Pepe
Mújica es un lamedvovnik. Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo, que cree que lo es,
no.
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