🌟🌟
El amigo me recomendó ver
“The Expanse” porque salen muchas naves espaciales y él conoce mi debilidad. Otros
ven películas del oeste solo porque sale John Wayne, o ven películas de época
porque salen miriñaques y carruajes, así que no me avergüenzo de mi pedrada.
Él amigo sabe que yo
estoy enfermo de estas cosas, concretamente desde que vi, de pequeñito, en la
pantalla inabarcable del cine Pasaje, la nave consular de la princesa Leia
perseguida por el destructor imperial. Ahí fue cuando me turulaté para siempre.
45 años después, se me sigue poniendo la piel de gallina cuando veo cualquier
nave de ficción -porque reales, de momento, no las hay- surcando el firmamento
negrísimo con puntitos que son las estrellas y los planetas. A veces siento que
yo ya he estado allí, en el futuro, transmigrando de hábitat en hábitat hasta
reencarnarme en una biografía anterior, que es esta de ahora, a contracorriente
de la línea del tiempo y de las enseñanzas de los vedas.
“The expanse” plantea que
dentro unos cuantos siglos, cuando ya nos hayamos comido los recursos de la
Tierra y también los de Marte, pondremos nuestra mirada en el cinturón de
asteroides, donde vagan los pedruscos al tuntún de la gravedad. En ese futuro lejanísimo
-donde el Mundialito de Clubs lo disputarán el campeón terrícola y el campeón
marciano- Marte ya será una colonia de humanos desligada de la Tierra. Sus
habitantes serán, después de todo, los famosísimos marcianos de la
ciencia-ficción, y se llenarán de razones quienes aseguran que los platillos
volantes no vienen de otros sistemas, sino de otras realidades del futuro. Y
que los marcianos son seres humanos que visitan a sus antepasados por
curiosidad, o por afán científico. O para tocar un poco los cojones, que alguno
habrá.
En “The Expanse” hay
naves espaciales, sí, y Guerra Fría interplanetaria, y algún disparo que otro que
se pierde en el vacío interestelar. Pero me aburro como una ostra y no sé por
qué. He llegado al capítulo 3 y me he quedado varado en la inmensidad del
espacio, dudando entre seguir el rumbo o abortar la misión. Y al final -escribo
esto tres semanas después- la he abortado. Pongo rumbo a casa.
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