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Geoffrey Miller -que es un
psicólogo evolutivo al que yo sigo con mucha devoción- diría que meterse en estos fregados con una cámara al hombro a merced de las balas perdidas o de los
tarados con un machete, es, lejos de parecer una locura, o una conducta inexplicable, una
estrategia de selección sexual no muy distinta a la del campeón mundial de los
100 metros, o a la del último triunfador en el festival de Benidorm. Un salir
a escena como cualquier otro. Otra manera -quizá paroxística, llevada hasta la frontera entre la vida y la muerte- de decir: aquí estoy yo, para que se
vea que soy un hombre peculiar, o una mujer amazónica.
Los entrevistados, sin
embargo, que han sobrevivido a varios conflictos armados de pura chiripa – unos
porque la bala les pasó a escasos cinco centímetros y otros porque el coche no pisó la
mina que sí pisó el de detrás- confiesan motivos muy variopintos para explicar
lo que a cualquier espectador acomodado en el sofá, a muchos kilómetros de distancia
de cualquier bombardero o balacera, le cuesta mucho comprender: ¿Qué pintan ahí?
¿Por qué arriesgan sus vidas? ¿Por qué hacen sufrir tanto a sus seres queridos:
a sus esposas, a sus hijos, a sus maridos, que les esperan con los nervios
destrozados en el mundo civilizado?
En el documental hay muchos que no aciertan a explicarse. Confiesan una especie de pulsión, de afán aventurero, que les sale de lo más profundo del genoma. Comparecer en mitad de una guerra para contarla es un impulso contra el que no pueden resistirse... Otros explican que así entienden mejor el mundo y que necesitan esa inmersión salvaje para constatar que aquí, en el pacífico occidente, somos unos quejicas privilegiados.
Nadie llega a decir: es un trabajo como cualquier otro y además está muy bien pagado. Porque mentiría como un bellaco: ni es un trabajo normal, ni ofrecerse como diana se puede pagar con todo el oro del mundo.Está claro que es otra cosa; nada que ver con lo crematístico o con los premios internacionales de periodismo, que en el fondo, a la mayoría, se la soplan. Es algo más profundo, más salvaje... Digno de admiración, pero también con un punto de misterio inquietante.
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