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Bellas artes. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

De mayor me gustaría ser como Antonio Dumas, el director del Museo Iberoamericano de Arte Moderno: un madurito interesante y culto, con criterio propio a la hora de expresarse. Su personalidad me atrapa y me lleva por los nuevos episodios de la serie, que ya no son tan brillantes como los primeros, pero que siguen llevando el sello de calidad de Mariano Cohn y los hermanos Duprat. 

Bendigo el día que esta gente apareció en mi vida. Su visión es mi visión; su humor, mi humor; su misantropía, mi apostolado. Me siento como en casa cuando invoco su espíritu desde el sofá. Además de divertidos son muy puñeteros. Son el remanso de mi espíritu. Mis benévolos confesores. 

Antonio Dumas, aunque es muy inteligente, es un señor algo mayor que ya no entiende el mundo moderno. Mal asunto cuando te dedicas a lo suyo. En unos episodios se le ve ojiplático y en otros fuera de contexto. Él es un socialista clásico enfrentado al wokismo contemporáneo. Y ésa es la gracia de la serie: que todo le supera pero tiene que gestionarlo. “Bellas artes” es un retrato de la estupidez humana, pero también de los dramas funcionariales. Yo me identifico mucho con don Antonio porque en mi modesto ecosistema, en mi mundo minúsculo y provincial, también vivo un drama de funcionario arrollado por la vida moderna. Yo también vivo rodeado de modas que ya no entiendo y de valores que nunca me inculcaron. Soy otro socialista atrapado en la ola de lo políticamente correcto. En el tsunami...

Un colegio como el mío no se diferencia mucho de un museo de arte moderno. Aquí también se expone mucha palabrería y se vende humo de colores al por mayor. Por cada artista real y contundente hay diez que viven del paripé. Ya sé que es un tema espinoso y muy poco ficcionable, pero aquí Cohn y Duprat harían maravillas con el personal. No con la chavalada, pobrecicos, si no con los artistas que les rodeamos. Si no renuevan por la tercera temporada de “Bellas artes” -me imagino que sí, porque ese mundo parece una cantera inagotable de soplagaitas- yo les propongo que se pasen por aquí. “Pedagogía Terapéutica”: una serie todavía por hacer. 





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El encargado. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


1. Después de tres temporadas perpetrando el mal en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires, Eliseo Basurto ha sido admitido con todos los honores en el Club de Malos de la Historia de la Televisión. Allí, recostado en sofás de lujo y atendido por camareros que le sirven los mates al instante, Eliseo sigue tramando sus planes junto a personajes ya inolvidables como Falconeti, J. R., Héctor Salamanca, Moff Gideon, Tony Soprano, Marlo Stanfield, Newman el vecino de Seinfeld y Calígula el tío de “Yo, Claudio”.

2. Para ser un actor genial como Guillermo Francella hay que tener talento y trabajar mucho, no lo niego. También tener mucha suerte en los comienzos. Que te den la oportunidad y saber aprovecharla. Pero sobre todo hay que nacer con esa jeta. Que los genes te otorguen el don del fenotipo. La cara de Francella lo mismo te sirve para hacer de Jesucristoo perdonado por Poncio Pilatos que para encarnar a tipejos sociopáticos y despreciables como Eliseo Basurto. Son, sobre todo, sus ojos azules... Ya dice la letra de “N’a veira do mar” que “ojos verdes son traidores y azules mentireiros”, o por lo menos contradictorios, juguetones, muy falsos cuando hace falta. 

(Claro que esto lo digo yo, que los tengo tan oscuros como mi alma pecadora). 

3. Si algo nos ha enseñado la vida es que hacer el mal siempre tiene premio. Los que hacemos el bien -más o menos, quiero decir, sin heroísmos y tirando con lo nuestro- no hacemos el mal porque no nos sale de dentro, porque no va con nosotros, pero no porque tomemos una decisión consciente que nos santifica. Somos, más bien, pobre gente. Unos auténticos desgraciados. Jamás podríamos ser como Eliseo Basurto aunque quisiéramos. Para eso hay que nacer. Eliseo es un malo inteligente, concienzudo, implacable. Un puto genio. Un auténtico hijo de puta. Por eso al final de la tercera temporada recibe el premio de una recepción oficial en la Casa Rosada. Los que mandan ahora en Argentina ya se han fijado en él y en sus métodos. Es carne de su carne. ¡Viva la libertad, carajo!

 



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El encargado. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


Ahora ya no, porque ya ves, pero antes la gente decía que yo era muy inteligente. Un poco como Eliseo, el encargado. Y yo siempre les respondía lo mismo: si fuera inteligente no estaría aquí escuchándote. Sin ánimo de ofender. Estaría, qué sé yo, en Miami Beach, con una pelirroja despampanante y traduciendo en dólares mi supuesta inteligencia. Porque la inteligencia, si no se traduce en nada práctico, en hacer la viva más confortable o más exitosa, ni es inteligencia ni es nada. Como mucho, destellos de una bombilla mal ajustada, que solo conecta de vez en cuando con la corriente. La gente confunde la inteligencia con la cultura, o con la cultureta, o con andar medianamente informado de la actualidad. Saber explicar lo del gato de Schrödinger no deja de ser una excentricidad; algo muy poco inteligente según el contexto donde lo sueltes.

Si fuera inteligente iba a estar yo aquí, escribiendo estas cosas que nadie lee.

Pensaba en esto mientras veía la segunda temporada de “El encargado”, que es mucho mejor que la primera. Y mira que la primera ya era cojonuda... Pero tenía, quizá, demasiados episodios, y además reconozoco que la vi medio empalmado, más pendiente de acariciar el cuerpo que se reía a mi lado que de entender cabalmente las peripecias de don Eliseo. El hombre y el mono se hicieron cada uno con un ojo y lo miraban todo de reojo: la serie y la gachí, lo que suele ser fatal para el balance de resultados. Ay, si yo hubiera sido más inteligente, pero inteligente de verdad. A esas cosas me refiero.

Eliseo es para el común de los espectadores un tipo inteligente: es maquiavélico, concienzudo, implacable. Le saltan chispas en la mirada. Cuando no es capaz de engatusar a los demás, los extorsiona o los desmantela. Siempre se sale con la suya. Pero yo niego la mayor: Eliseo no pasa de ser el encargado de un edificio en Buenos Aires. El tipo vive bien, desahogado, con plata en el banco, pero no es más que un solitario psicotizado. Un pobre hombre. Sus vecinos, a los que tanto subestima y zarandea, viven mucho mejor que él. Si esto es inteligencia, que bajen los dioses de la Pampa y lo vean.



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Bellas Artes

🌟🌟🌟🌟


¿Qué es arte? Pues todo y nada. Andy Warhol explicaba a quien quisiera oírle que sus cuadros de la sopa Campbell eran arte, pero que la misma lata en el supermercado también lo era. La diferencia es que sus cuadros valían millones de dólares y las latas de sopa solo un puñado de centavos. En un diálogo de “Bellas artes” se recuerda que el precio de las cosas depende de lo que uno esté dispuesto a pagar. Algunos pagamos un abono carísimo a Movistar + solo para ver los pases cruzados de Toni Kroos desde el círculo central. Eso, por ejemplo, también es arte. Y reto en duelo a quien venga a decirme lo contrario.

Arte es lo que pintaba Picasso, pero también lo que dibuja un niño en su clase de preescolar. Arte, al final, es lo que unos tipos llamados críticos dicen que es arte. ¿Y quiénes son estos tipos y estas tipas (me niego a decir tipes)?: pues la gente que escribe en las revistas de arte, que monta galerías, que comparece en tertulias de conceptos muy elevados. Es un misterio. Es una pura tautología. Suponemos que el arte es un rollo de tendencias burguesas, de egos que entran en lucha, de negocios que trafican con el valor de las cosas... En otra película de Cohn y los hermanos Duprat que se titulaba “El artista”, la aristocracia del arte bonaerense confundía los dibujos de un enfermo de Alzheimer con las obras provocativas y geniales de un joven con mucho talento. Es un poco así.

“Bellas artes” no es solo una reflexión sobre la impostura de los artistas y de quienes los clasifican como tales. También es -y quien haya visto el último episodio lo entenderá- un monumento a la estupidez humana. A la bajeza y a la estulticia. La Segunda Ley de la Estupidez enunciada por Carlo Cipolla decía que “la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona”. Estúpido puede ser alguien que trabaja en el Museo Iberoamericano de Arte Moderno y también, -con muchas más papeletas, eso sí- en mi centro de trabajo habitual. Puede ser un subalterno o la misma ministra del Gobierno; un sexagenario heterosexual o una podemita con un piercing en la nariz. Aquí no se libra ni Dios.





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Terapia alternativa

🌟🌟🌟


La venden como una serie de Gastón Duprat y Mariano Cohn pero no lo es. Ellos figuran como “creadores” en los títulos de crédito, pero luego ni escriben los diálogos ni se ponen tras la cámara. Y se nota: a “Terapia alternativa” le falta su mala baba y le sobran siete pueblos de metraje. La serie no está mal -porque al final son argentinos verborreando sobre el amor- pero tiene un punto muy molesto de publicidad engañosa.

"Terapia alternativa" tiene, además, un error de casting a mí me dificulta mucho su seguimiento. Yo presto atención, sí, pero se me van los ojos detrás de esta chica ideal y me paso gran parte de la función comparándola consigo misma, a ver si está más guapa con el pelo suelto o recogido, con el traje de noche o con el casual de trabajar, como Dios la trajo al mundo o con los rasgos sutilmente maquillados. 

La culpa es de Max, mi antropoide interior, que llevaba meses invernando y de pronto ha sentido que comenzaba la primavera. Porque esta mujer, Eugenia Suárez, “la China”, es algo así como la mujer más hermosa del mundo, y nadie en su sano juicio, nadie, ni siquiera ese idiota que la tiene por amante, acudiría a terapia de pareja para desprenderse de su compañía. Ni por salvar su matrimonio -que tampoco es nada del otro mundo- ni por evitar que tras la muerte le aguarde el fuego de las calderas. Yo entendería a este boludo si ella, Malena, estuviera loca, o fuera imbécil del culo, o votara a Milei aunando ambas cualidades. Y aun así ya veríamos... Pero es que tampoco lo parece.

Por lo demás, cuando por fin centro la atención, me topo con la figura de la terapeuta que en realidad es el personaje principal. Como Max vive varado en nuestra  juventud, no se da cuenta de que ella, Carla Peterson, es realmente la mujer que nos convendría para remontar. Por su edad, y por su belleza sostenible. Por su carácter coñón pero agrio como las naranjas. Selva, su personaje, es una psicóloga del amor que ya no cree en el amor; o sí, pero sólo a ratos. En eso es como los curas que ya no creen en Dios, o como los maestros que ya no creen en la educación. Almas gemelas, ella y yo, ya digo.



 


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Nada

🌟🌟🌟🌟


“Nada” es una serie cojonuda. Mariano Cohn y Gastón Duprat nunca defraudan. O casi nunca. Escriben como nadie y destilan una mala uva muy selecta. Nada que objetar al papelazo de Luis Brandoni y a los secundarios que eso, que lo secundan. Alguno principalísimo como Robert de Niro. 

Pero la mejor serie sobre la nada sigue siendo “Seinfeld”, que es la mejor comedia de todos los tiempos. Tan absurda, tan genial, tan... malvada. Ya escribí una vez que sales de ver “Seinfeld” siendo peor persona, y eso, de algún modo, te llena de bienestar. Porque Jerry Seinfeld y sus amigos son eso: la nada, la inmadurez, el mariposeo, el caminar en círculos. Nada medio sensato brota de sus meninges, ni siquiera por azar -el fifty fifty de las decisiones- y verles es como estar asomado a la ventana, o tomando un café en el bar, o asistiendo boquiabierto a un claustro de profesores. O mirándote en el espejo.

La gente es “ansí”: la nada, el egoísmo, la vaciedad, el tocacojonismo sin fruto. La cortedad de miras. Al menos en este estrato de la sociedad, donde nada importante se decide y todo es limpiar o servir, o acarrear, o comparecer. Nada se inventa o se descubre por aquí. Todos somos prescindibles e intercambiables. Es eso: la nada.

“Nada”, sin embargo, la comedia de estos dos argentinos admirables, es una serie humanista, casi roussoniana: la del típico abuelo cascarrabias que en el fondo tiene un corazón de mazapán. Y que además es un crítico gastronómico de prestigio: un tipo importante en la sociedad bonaerense. El personaje de Brandoni no es un don nadie, y por ahí la serie ya desmiente su titular. “Nada”, al contrario que "Seinfeld", quiere dejar un mensaje en el espectador, una sonrisa, un buen rollo. Una esperanza de cambio en las personas. "No eres tú, pibe, sino la gente que te rodea". Si te dan amor y cariño puedes transformarte de crítico gruñón -¿la encarnación porteña del Anton Ego de “Ratatouille”?- en un abuelete conmovedor que se replantea su devenir. Pues bueno... Será que estamos en Disney +.





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El encargado

 🌟🌟🌟🌟

Eliseo, el encargado, es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta. En la lucha de clases él combate a nuestro lado, en el batallón latinoamericano. 

Es verdad que Eliseo es un truhan, un trapacero, un mentiroso compulsivo. Un personaje con un punto repulsivo e inquietante. La gente con ojos claros puede salirte por cualquier lado porque no hay una sola verdad estable en su mirada. Gollum, por ejemplo, al que Eliseo se da un aire en sus soliloquios desquiciados, tenía los ojos tan azules como el Río de la Plata.

Eliseo asesinaría a su madre con tal de salirse con la suya, que es, en este caso, conservar su puesto de trabajo. Pero nosotros estamos con él a pesar de sus tropelías. Él es nuestro hombre en Buenos Aires. Nos reímos mucho cuando putea a sus vecinos acaudalados; a esa gentuza que todos los días pasa por delante de su portería saludando con desdén, o sin saludar siquiera, camino de engañar a los incautos o de malpagar a sus empleados.

Eliseo es el encargado de mantenimiento del edificio: un parto bien aprovechado que lo mismo te abrillanta el suelo que te cambia una bombilla o te soluciona un problema de cucarachas. Eliseo es un hombre de verdad, no como yo, ni como esos pijos de mierda. Un currante que sabe hacer de todo pero cobra una miseria y vive en el altillo del edificio, como aquel mangante de la 13 Rue del Percebe.

Eliseo es tan inteligente que parece inconcebible que no haya amasado otra fortuna estafando a los bonaerenses.  Que no viva en uno de esos pisazos que él solo visita para hacer la chapuza correspondiente. T., que veía la serie a mi lado porque echa de menos aquellos acentos y porque Guillermo Francella le sulibeya los instintos, dice que seguramente le falta perseverancia en la maldad. Yo, por el contrario, pienso que Eliseo es feliz así, con lo poco que tiene, tan solitario en su azotea que se cree el amo del castillo. Para ser rico hace falta nacer en la estirpe o poner voluntad, y a Eliseo le basta con reírse de ellos a la puta cara, con esa jeta tan simpática como abofeteable. 





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Competencia oficial

🌟🌟🌟🌟


Dos hombres meando el uno al lado ya son competencia oficial. Un duelo de espadachines. Esgrimistas del pene con la punta redondeada, aunque disimulen la escaramuza o sonrían con cortesía. Dos pollas colindantes invitan a la medición automática de las dos dimensiones. Es tan primigenio como casi inevitable... Yo, por ejemplo, tan pudoroso como nací, no soy de los que miran, pero sí de los que se siente observado. La otra, la tercera dimensión, que es determinar quién mea más lejos, siempre queda truncada por la distancia al urinario, que es fija para todos. Y aun así, de la potencia del chorro, se pueden sacar algunas conclusiones.

Quiero decir que para los hombres todo es campo de batalla. Competencia oficial o soterrada, según el contexto. Lo que vemos en la película es una competencia a cara de perro -o de simio- entre dos actores con un ego descomunal, aunque uno diga no tenerlo y el otro se ría de poseerlo. Da igual: son hombres, y todo es vanidad entre los hombres. Banderas y Martínez compiten por algo simbólico: la fama. El aplauso de la crítica y un lugar en las enciclopedias. Pero si hubieran tenido la misma edad, habrían competido todavía con más ferocidad. A lo simbólico hubieran añadido lo concreto, lo sexual, el entrechoque de cornamentas. El hombre, lo sepa o no lo sepa, lo necesite o no lo necesite, siempre está peleando en ese escenario.

En las piscinas de verano, por ejemplo, los hombres se tantean de reojo la barriga, la musculatura, la prominencia del paquete...  Mientras el ojo de los desparejados -o de los infieles- controla el panorama femenino, el otro ojo establece comparaciones raudas con los posibles rivales. Es el cálculo del mono, que apenas dura una ráfaga de pensamiento. Yo mismo, que me declaro pasota y no beligerante, objetor de conciencia en estas lides, reconozco que a veces me asaltan esas competencias súbitas y estúpidas. Pero yo sé que el culpable es Max, mi antropoide anterior, que se golpea su pecho peludo mientras el mío se aplasta sobre la toalla, en la lectura, o flota en el agua, mientras nado.





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El ciudadano ilustre

🌟🌟🌟🌟🌟


El día que yo gane el Premio Nobel de Literatura -tendré que comprimir toda mi obra en una década inspiradísima y gloriosa- no tendré un pueblo al que regresar. Mis abuelos lo vendieron todo en el agro y se vinieron a León a servir a los señoritos, y a vender pollos en el mercado. Mi pueblo es León, y en León, tras casi treinta años de exilio laboral, ya no me conoce ni la madre que me parió. Bueno: la madre que me parió sí, afortunadamente. 

Además, quién narices me iba a llamar, si yo todo lo que escribo es anticlerical, o medio bolchevique, y en León la cultura sigue perteneciendo a los curas, y a los que ponen banderas rojigualdas en el balcón. Una vez me metí -o me metieron -a columnista de periódico, y duré lo mismo que el Máxim Huerta aquel en el ministerio del no sé qué.

No: al contrario de lo que pasa con Daniel Mantovani en la película, nadie me llamará del pueblo natal para erigirme una estatua, y otorgarme la medalla de Ciudadano Ilustre. Así que tras recibir el Premio Nobel, y saludar educadamente a los reyes de Suecia -no va a quedar otro remedio- volveré a La Pedanía, porque de la literatura, por mucho Nobel que se sea, no se vive como se vivía antes, y tendré que seguir trabajando en el colegio hasta que los huesos digan basta. Y aquí, en La Pedanía, aparte de un amigo que tiene la huerta por el vecindario, pero que en realidad vive en la capital, tampoco hay nadie que sepa quién soy yo. Conocen mi jeta, pero no mi vocación. Me saludan, pero no me perforan. Y yo, por supuesto, tampoco dejo que me perforen. Soy un ente extraño y distinto. Mi cultura es la cultura de los libros, de las pelis, de las pedanterías que se ostentan en una estantería Billy pedida por internet. En cinco kilómetros a la redonda no hay ningún vecino como yo. Y tampoco, ay, ninguna, vecina... Bueno, sí, una... Así empezará, precisamente, mi carrera literaria...

Aquí, en La Pedanía, la cultura es otra, provechosa y ancestral: la huerta, la viña, el árbol frutal... Yo no sé hacer nada con las manos. Sólo rascarme los huevos, y escribir estas gilipolleces.




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Mi obra maestra


🌟🌟🌟🌟

Hoy quiero confesar -como cantaba Isabel Pantoja antes de coleccionar bolsas de basura- que alguna vez, desesperado por la ausencia de lectores, por la inoperancia de mi escritura, he pensado fingir mi propia muerte para que este blog -con la tontería del artista fallecido- coja vuelo y remonte sus estadísticas. Fabricarme una esquela falsa y elevarme al estatus de leyenda literaria. Como hizo en su día Francisco Paesa, el agente secreto. O como hace el pintor Nervi en Mi obra maestra, que tras anunciarse como muerto en las necrológicas de Buenos Aires, se exilia a las montañas del Jujuy -allá donde Jesús perdió el mechero en sus predicaciones- para añadir varios ceros al precio de sus cuadros. 

La idea es, desde luego, tentadora, pero inaplicable en mi caso, porque Renzo Nervi vive de su arte, y lo mismo le da pintar en el Jujuy que en las Chimbambas, mientras le llegue la furgoneta con el mate y las viandas. Pero yo soy un funcionario de la vida, un inútil de la escritura, y necesito servir a la Junta de Castilla y León presencialmente, impepinablemente, para cobrar los dineros que me sostienen. No puedo desaparecer del mapa así como así. No puedo borrarme de la faz de esta tierra. Tengo que comer, y que alimentar al cachorro, y al perrete. Pero ya me gustaría, ya, fingirme el muerto como en las piscinas del verano... Porque así, vivito y coleando, sólo me leen los cuatro gatos de siempre: los despistados de la vida, el amiguete de Mallorca, y los familiares que se asoman para escandalizarse con mi lenguaje, y con mis ocurrencias de misántropo. Damiselas, pocas; cinéfilos, ninguno. Les hablas del blog a los amigos y todos te dicen que qué bien, que qué chachi piruli, que les envíe el enlace por el whatsapp y que nada más llegar a casa ya se ponen y tal. Pero luego, al día siguiente, el chivato me dice que por allí no se ha asomado nadie, que todo era por quedar bien, civismo y simpatía, sonrisa tonta y desinterés mutuo.

Por aquí ya no se despistan, ay, ni aquellos pornógrafos que hace años recalaban en mi playa creyendo que había género, mandanguita de la buena, porque yo a veces escribía de tetas, y de culos, y hasta de pollas en vinagre. Hasta que un día comprendí que el blog me estaba quedando machirulo y revertiano. Yo mismo invitaba a los pornógrafos a salir de estos escritos, porque me da daba pena que se equivocaran continuamente de negociado, con las apreturas genitales que llevaban, los pobres…




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El artista

🌟🌟🌟🌟

Los pasillos del colegio donde yo trabajo están decorados con dibujos que los chavales -alumnos de educación especial- realizan en su tiempo de manualidades. La mayoría son obras simplonas, inocentes: el retrato esquemático de la familia, de la paloma de la paz, de la casita en el campo con su chimenea y su arbolito adosado. Pero a veces, rompiendo la monotonía de los temas, aparecen dibujos abstractos, sorprendentes, puros rayajos de colores que sin embargo hechizan mi mirada. Quizá no signifiquen nada, o lo signifiquen todo. A veces me detengo ante ellos y fantaseo con que son obras de arte verdaderas, gritos de un genio que quedó atrapado en la mudez, o en la contorsión, y no las frustraciones motrices que pretendían dibujar algo concreto y se quedaron en el intento. A veces pienso, para sobrellevarlo mejor, que mi colegio es un museo clandestino que alberga tesoros todavía por descubrir, como una cueva rupestre, o  un centro cívico de provincias.


    Algo parecido debió de pensar Jorge, el protagonista de El artista, al contemplar cómo Romano, un anciano en silla de ruedas con demencia, manejaba los rotuladores en sus ratos de esparcimiento. Jorge es el enfermero que le cuida en el geriátrico, un hombre sin talento, poco despierto, que sin embargo sueña con llevar una vida mejor. De artista, para vivir del cuento, y engatusar a las mujeres. Le entiendo muy bien yo, al tal Jorge... Ensimismado en los dibujos de Romano, que son muy raros e hipnóticos, Jorge decide probar fortuna como impostor, y presentar esas abstracciones como propias, allá en la galería de arte moderno. Para su sorpresa, el mundo de la pintura le recibe con la boca abierta, y con el gesto pasmado. Ha nacido un genio en el mundillo de Buenos Aires. Un creador de trazo potente, de visión visceral, de esquemas rompedores. La verborrea consabida... 

     Jorge vivirá el gran sueño del halago, de la riqueza, de la chica monísima que se interesa por el artista pero también por el hombre. Mientras tanto, en el asilo, Romano, ajeno a estas movidas de exposiciones y canapés, seguirá entreteniéndose con los rotuladores, o con la pintura de dedos, mientras musita "la pucha, la pucha", que es una expresión que al igual que sus dibujos puede significarlo todo, o no significar una mierda. 



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El hombre de al lado

🌟🌟🌟🌟

Perdida ya la lucha de clases, a los pobres sólo nos queda dar por el culo. Molestar. Hacer ruido. Interrumpir. No dejar dormir a gusto alguna noche que otra. Dar picotazos por aquí y por allá, como avispas que al final caerán aplastadas por una porra. Que los ricos, al menos tengan, que rascarse la comezón. Comprarse una pomada en la farmacia. Qué menos. Lo que pasa es que ellos envían a la criada a por el recado mientras se quedan tan ricamente en el salón, haciendo sus cosas de ricos. Quizá ponerse a calcular cuánto le pagarán de menos el próximo mes, a la pobre mujer.

    En El hombre de al lado, Víctor, que es el hombre que vive en el edificio de enfrente, al principio sólo quiere abrir una ventana en su pared. Nada más. Capturar unos poquitos rayos de sol, como él dice. No le mueve el afán de joder, ni de espiar a su vecino. La lucha de clases no parece estar en su ideario. Pero su vecino, Leonardo, se toma lo de la ventana como una afrenta personal. Leonardo es un diseñador de muebles pijísimos que vive en la Casa Curutchet de Buenos Aires. Un edificio muy afamado de Le Corbusier que figura en todas las enciclopedias de arquitectura. Leonardo es un snob gafapasta que vive entre utensilios raros, escucha música dodecafónica y mantiene conversaciones sobre el ser y la nada, la tontería y la sustancia. Le quiere su esposa, le admiran sus amigos, y le llueven los encargos procedentes de Milán, donde se estilan mucho sus gilipolleces creativas.

    Leonardo -como su mujer, que es otra pija de mucho cuidado- no tolera que el vecino pueda verle a través de su ventana. No se dedica a nada delictivo, pero lo jode que un mindundi que viste chupas de cuero, mercadea con coches usados y huele a colonia barata del súper esté siempre ahí, enfrente, presente o imaginado. Leonardo vivía en una nube sin proletarios, a los que sólo veía por las calles, conduciendo su Mercedes. Pero ahora un pobre se ha sentado a su mesa, o casi, como en aquella campaña navideña de Plácido. Y Víctor siente el desprecio, el recelo...  Estamos de nuevo en Parásitos. Las dos ventanas inocentes que daban al patio de luces se han convertido en dos parapetos.




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Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo

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Cuántas veces, en el dolor de la culpa, en la certeza de no haber vivido, habrá deseado uno esta suerte morrocotuda que tiene Ernesto en la película: regresar al pasado para deshacer el error, pedir perdón, vivir la vida a calzón quitado, pero manteniendo la experiencia de los años recorridos. Valiente, en el impulso, pero sabio, en su aplicación. Viajar en el tiempo para susurrarle unas cuantas cosas al yo joven -o no tan joven- que andaba tan perdido, y tan equivocado.

    Cuántas veces no se habrá dicho uno: “Ay, si pudiera volver a este momento, o al otro, para decidirme por un camino distinto en la encrucijada. Presentarme a la cita, decir que no, dar media vuelta, rellenar otra casilla, escoger otro lugar… Borrar lo escrito, añadir la coda, salir pitando, coger el teléfono, dar el salto, acercarme a esa mujer… Contener el gesto, contar hasta diez, tener un detalle, hacer acto de presencia... Ay, si un genio de la lámpara maravillosa, o de la lata de Coca-Cola, saliera del recipiente para concederme tal deseo, a cambio de mi alma, que total, para qué la quiero, si ni siquiera creo en ella, y el alma sólo es humo,  y recurso de los poetas”.



    Pero adónde ir -me pregunto yo- si un día apareciera Eusebio Poncela para proponerme semejante trato, con sus ojos azules, y su voz susurrante. Y su malicia evidente. Porque son tantas las cosas que salieron torcidas y emborronadas... Tantas las oportunidades perdidas, los trenes que pasaron, las soluciones erróneas. Y además, quién garantizaría el éxito en la misión, el arreglo seguro de todo lo que se jodió. Porque como se deja entrever en el cuento de Laiseca, y en la comedia disparatada de Cohn y Duprat, uno, al final, dondequiera que vaya, siempre viaja consigo mismo, con sus taras y con sus cegueras, y es muy posible -más que probable- que la experiencia no sirva finalmente de nada, y que sólo sea un acúmulo de cosas, trastos de sótano o de azotea. Purria sin moraleja ni aprovechamiento. Un mero almacenar, y no una fuente de sabiduría que tuerza el destino . “Ooops!... I did it again”, como decía Britney Spears en su canción.

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Todo sobre el asado

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"Para los gordos, para los flacos, para los altos, para los bajos, para los optimistas, para los pesimistas..." Así recitaba la voz del aquel argentino juvenil y jovial que nos vendía la  Coca-Cola en el anuncio inolvidable. No había target comercial, ni segmentos de público, ni gaitas en vinagre. Todo el mundo bebe Coca-Cola en Argentina, y punto. Y lo mismo en el mundo entero. El anuncio se limitaba a recordar tal evidencia con una imaginación desbordante. La iglesia universal de los adictos. 

Quince años después, en Todo sobre el asado, que es un documental inefable de Mariano Cohn y Gastón Duprat, otra voz en off, también argentina, pero esta vez más madura y más oronda, como de comilón que se echa un discursito a la hora de la siesta, nos enseña a los que nos somos de allí que en Argentina el asado también es un asunto universal para los gordos y para los flacos, para los altos y para los bajos, para los optimistas y para los pesimistas... Otra religión nacional como el fútbol que legaron los británicos, o la literatura que escribieron sus maestros de la tierra.


    Si la vaca, en la India, es un animal sagrado que nadie osa herir o matar, en Argentina, el vacuno es un dios al que se honra devorándolo en cualquier festividad de la familia o del compañerismo laboral. O incluso del onanismo particular, para celebrar un subidón de la moral, o la victoria de nuestro equipo. El asado es una eucaristía pagana donde la carne de vacuno, por obra y milagro del aparato digestivo, de los jugos y las bacterias, se transustancia en carne humana que rodea los huesos. Y conforma, de alguna manera, la idiosincrasia singular de los argentinos, aunque bien pudiera ser justo al revés. Un dilema de gallina-huevo (en este caso de argentino-asado) que queda ahí, flotando en el aire, mientras desfilan los muchos personajes de la película, unos asando en la parrilla y otros disertando sobre el filete. Otros comiéndolo con regocijo, y otros, los menos, verdaderos apóstatas de este canto a la pasión, perorando sobre el grave pecado de matar animales para ser consumidos, o sobre lo insano de una dieta sostenida básicamente sobre la carne. Ellos, los veganos, y los vegetarianos, son los malos ceñudos y mal afeitados de esta película que transcurre en el Far West de la Pampa. 



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