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Cada vez que les veo reunidos -a Bobby, a Joe, a Pacino, al señor Scorsese que les dirige en la penumbra- siento que participo en una cena con los viejos amigotes. Ellos, en el colegio, me sacaban casi treinta cursos de ventaja, y yo, para forzar el equilibrio universal, llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine o para ver películas en mi salón. En mis muchos salones, en mis muchos destinos…
Estos atorrantes, tan reales y tan ficticios, son las amistades más longevas que conservo. Pero no las más profundas, eso no, porque ellos son muy celosos de su vida privada y no suelen cotillear los excesos de la fama. Nuestra amistad no da para convertirlos en padrinos de mis hijos ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando ya no para de llover.
“El irlandés”. esta vez, lo reconozco, les ha salido demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Confieso que he interrumpido tres veces la sesión del mismo modo que San Pedro negó tres veces a Jesús en un pecado que algunos exégetas consideran mortal de necesidad. Me he levantado una vez para mear, otra para abrir el frigorífico y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar o a debatir el derrotero de la trama.
En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecados contra el séptimo arte. Los cines eran lugares sagrados y las imágenes allí expuestas merecían el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo jamás llegaron las homilías en latín subtitulado y los in-files consumían alimentos muy ruidosos y ajenos a las hostias consagradas. Es por eso que terminé apostatando de la misa dominical y siempre he visto “El irlandés” en la República Independiente de mi Casa, donde uno, la verdad, tampoco acaba nunca de concentrarse entre los estímulos del teléfono y las preocupaciones que a veces zumban como mosquitos o como balas de una traición inesperada.
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