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Las brujas de Eastwick

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Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia. 

Somos nosotros, los pobres diablos como Daryl Van Horne, los que necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no sabemos sacar ni una paloma del sombrero.

Pero si el diabólico Daryl Van Horne es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza espiritual.

Dicho todo esto, “Las brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el tamiz de una ficción diabólica.





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